En medio del corozo y del incienso se descubre la imagen de un Jesús doliente, ensangrentado, que dócilmente camina al Calvario como un cordero al matadero. Pocos días después revelamos con regocijo la imagen radiante de un Cristo luminoso que triunfante se eleva de las cavernas de la oscuridad. Es la iconografía típica de Nuestro Señor cuyos cuadros se repiten en esta época del año y que poco difieren de aquellas estampas amorosas que nos acompañan a lo largo de todo el año. En todas aparece un Jesús «bueno», manso, siempre dispuesto al perdón y la misericordia. Sin embargo el genio de Miguel íngel nos despliega una imagen muy distinta del mismo Jesús; en el centro de un bellísimo y famosísimo fresco aparece un Cristo que parece ser otro. En primer lugar no tiene barba, y aunque largo, su pelo no cae en cascada en la espalda y además luce regordete, aunque fornido. Pero la verdadera importancia de la representación radica en el gesto. Ya no tiene esa dulce mirada, ya no brinda un gesto paternal, ya no transmite una mirada amorosa. Tiene levantado el brazo derecho en actitud de vigorosa condena, de rechazo y es manifiesta la tensión de sus dos brazos. A su alrededor se encuentran los apóstoles, los patriarcas y profetas mayores, esto es «sus amigos», pero hasta ellos muestran una expresión de asombro, casi de temor. Su Madre, la siempre Intercesora se encuentra unos pasos atrás a Su derecha tratando de cubrirse con un manto; aparece como apartada, resignada a las inapelables resoluciones del Juez. En círculos más alejados se ubican los elegidos, los bienaventurados, vírgenes, confesores de la Iglesia, más lejos a la izquierda los réprobos. La resurrección de los muertos se representa abajo y en escenas intercaladas aparecen los sepulcros que se abren para encontrarse en el valle de Josafat; unos íngeles, cual escribanos, llevan el Libro del Juicio, otros tocan estridentes trompetas para despertar a los muertos. Se suceden cuadros terribles y grotescos, caras atormentadas, torbellino de condenados cayendo al infierno, demonios, Caronte y su barca, Minos el juez infernal, todo en medio de esqueletos, fuego, llamas y figuras monstruosas. El conjunto de la titánica obra transmite esa intensidad emocional máxima, propia del Buonarotti, resalta la majestuosidad y el espíritu de Dios que crea, pero que también destruye. En su corta vida Jesús pasó «haciendo el bien» según palabras de San Pedro y conforme se desprende de los textos evangélicos. Fue generoso, humilde, amoroso, sin embargo en más de algún versículo se nos presenta otra faceta de su personalidad. Cuando llegó al templo volteó las mesas de los cambistas y tal habrá sido su impulso que nadie se le opuso. Ante los reclamos de Marta -de que si hubiera estado allí no habría muerto Lázaro- respondió de una manera fuerte, algo áspera, casi cortante: «Yo soy la resurrección y la vida». Cuando en el monte de los Olivos se enfrentó a los guardias del Sanhedrín que los buscaban y dijo «Yo soy» al punto que aquellos «se hicieron atrás y cayeron al suelo». Pero entre todas las citas bíblicas cabe destacar la del juicio final donde se constituye juez de la humanidad (Mateo 25, 31). Es tal el motivo de esa obra de Miguel íngel: ese juicio final que Cristo anunció para todas las naciones. Por eso, en medio de la belleza del magistral dibujo, en medio del despliegue de la belleza del cuerpo humano se descubre a ese Jesús sobrio que pareciera juzgar a cada uno que lo contempla. (Nota: al cuadro se puede acceder fácilmente vía Internet, Juicio Final, Capilla Sixtina).