El lector curioso o el investigador literario, no deja de sorprenderse ante las disposiciones descabelladas y absurdas, en aquellos lejanos tiempos en que la férula colonial gobernaba estos pueblos, al prohibir por orden de los reyes de España, bajo las penas más severas, que los colonos de América pudiesen leer los libros llamados de ficción, novelas, poesías, dramas, etc. Se dice que no había manera en aquella época triste y oscura, de poder leer a un Cervantes, un Quevedo, un Lope de Vega, un Ruiz, un Alarcón, un Zorrilla o un Calderón.
Estas restricciones las soportaron con cierto estoicismo nuestros antepasados, principalmente las gentes con vocación literaria que deseaban ver al final del túnel una luz a la libertad.
Por la pluma erudita del historiador literario, podemos darnos cuenta que en la España de aquellos tiempos, a pesar de las severas restricciones, paradójicamente se convocaban a certámenes literarios como uno que se realizó con el título de «Amorosa Contienda de Francia, Italia y España», sobre la augusta persona de Carlos III en el año 1761.
Se dice que la pomposa convocatoria tenía un sentido muy carnavalesco. Se acostumbraba hacer una vistosa procesión, precedida de un gran número de atabaleros. Seguían después muchos estudiantes en cabalgaduras, después los caballeros principales de la ciudad, mezclados con la mitad de los doctores, montando mulas o caballos ricamente adornados. Concurrían también funcionarios públicos y comisiones de las comunidades religiosas. Luego cerraba la procesión, un sujeto distinguido en magnifico caballo, llevando un cartel en forma de estandarte, donde anunciaban el certamen. Dicho cartel se adornaba vistosamente con pinturas alegóricas.
Era todo un espectáculo aquella rara convocatoria, pues al lado de la persona que llevaba el estandarte, iba también un fiscal y un secretario, seguidos de los criados luciendo costosos uniformes, incluso hasta soldados para resguardar el orden. Por supuesto que no todo terminaba ahí, había digamos otras actividades protocolarias bastante pintorescas. Mientras tanto aquí en nuestros pueblos bajo el yugo español, era como una especie de blasfemia leer a Voltaire, Rousseau o Montesquieu…