Orwell, ni futurólogo ni profeta


Carlos Yusti

Eric Arthur Blair, más conocido como George Orwell, fue un muchacho rebelde en sus dí­as de preparatoria. A los 14 años escribí­a poemas amorosos a una prima, era un delantero goleador jugando fútbol y consagró más tiempo y energí­a en leer que en cumplir con las tareas escolares. Sus malas notas le cerraron la puerta a Oxford y ante la exigencia paterna presenta prueba para Indian Office. Logra pasar la prueba, contra todo pronóstico, y es enviado a Birmania. Nuestro rebelde sin causa ingresa a la escuela de policí­a de Mandalay. Ser policí­a en un paí­s extranjero, representando el poder colonial, sin duda fue una experiencia nada grata para el joven Arthur Blair. Tampoco fue placentero ni edificante presenciar las ejecuciones de muchos supuestos delincuentes. El joven policí­a no parecí­a encajar en todo este tinglado de oprobio. Refugiándose en la lectura pudo soportar durante cinco años de miseria e injusticias. Dimite de su cargo y regresa a Londres. Se convierte en un mendigo profesional. Duerme donde puede y sobrevive gracias a las comidas gratis del Ejército de Salvación. Realiza trabajos vulgares y reúne algún dinero. Su próximo objetivo será Parí­s. Instalado en un hotel, que comparte con la mugre y las cucarachas, se dedica a escribir. Solitario y afantasmado se pasea de vez en cuando por las calles parisinas. Transcurren dieciocho meses y ya tiene escrito lo que será su primer libro, Down and out in Paris and London (Sin blanca en Par»s y Londres), que cuenta su travesí­a de gandul indigente en Londres y Parí­s. Para firmar su libro eligió como seudónimo el nombre de un rí­o que cruza su memoria desde la infancia, y con el cual lo apodaban sus compañeros de juego. Como George Orwell se dará a conocer en el mundo literario, con ese nombre se moverá entre su vocación artí­stica y su conciencia polí­tica. Es con todo un inglés impasible. Este Orwell de su primera novela todaví­a anda a tientas sobre su personalidad, trata de encontrar respuestas, intenta conocerse a sí­ mismo.

Eduardo Blandón

Su odisea polí­tica también forma parte de esa búsqueda y se traslada a España a combatir durante la guerra civil. En el frente de Aragón permanece cuatro meses como un miliciano más. Los combates son esporádicos, pero la vida es dura y llena de sutiles complejidades. Luego llega a Barcelona, donde participa en cruentos combates callejeros, junto a los anarquistas, contra los comunistas. Desde ese momento comienza a percibir los mecanismos de la ortodoxia, la intolerancia y la mentira.

La experiencia bélica en España le dejó muchas enseñanzas a Orwell. La experiencia cruda de los métodos policiales en polí­tica, donde los burócratas ortodoxos del partido manipulaban la verdad para eliminar a sus enemigos, opositores o posibles sustitutos, lo hizo salir de su obnubilada ingenuidad militante y comprendió lo inútil que era toda aquella guerra en la que las ambiciones personales estaban por encima de las aspiraciones colectivas. Su libro Homage to Catalonia (Homenaje a Cataluña) es una crónica que rastrea los entretelones humanos nunca publicitados de una guerra.

Su nuevo libro Animal farm (Rebelión en la granja), finalizado en 1943, no consigue editor, pasarán dos años hasta que se publique. La espera y los contratiempos que Orwell tuvo que pasar tuvieron al final su justa recompensa. Del libro se vendieron once millones de ejemplares. Con dicho libro los crí­ticos ven a Orwell como un satí­rico moralista comparable a Swift. Animal farm es una parábola mordaz sobre el estalinismo, pero es también muchas cosas. Es la postura crí­tica de su autor y es una metáfora de las posibilidades de la literatura para desmontar la peculiar telaraña del poder polí­tico, y en la que muchas veces los hombres no pasan de ser simples moscas, o arañas, entrampadas.

Con un estado delicado de salud escribe siempre. Algunos de sus textos aparecen en distintos periódicos y revistas. También inicia la novela que presiente como última y cuyo titulo inicial fue Last man in Europa. Después, por sugerencia del editor, Orwell le da un nuevo titulo: 1984. El libro se edita (es el año 1949) y el éxito es inmediato.

A raí­z de la publicación de la novela 1984 se habla desde entonces de la «utopí­a orwelliana», aunque hay que coincidir con Anthony Burgess, que ha considerado la novela como una antiutopí­a. Para muchos crí­ticos el libro era una profecí­a descarnada, sólo que llegó el año 1984 y la realidad disolvió el talante visionario de la novela. Lo escrito por Burgess es acertado: «Lo que deberí­a aterrarnos en 1984 no es ni big brother ni la policí­a del pensamiento, sino la falta de capacidad de Orwell, tremenda tras libros como El camino de Wigan Pier y Homenaje a Catalu-a, para tomar en serio a la clase trabajadora. El proletariado existe en un mundo que no es utópico ni antiutópico, sino simplemente en un lugar en el que realiza un trabajo aburrido y en el que saborean, en un momento, placeres aburridos. Lo terrible es que es libre, pero no entiende la libertad. Es libre, por ejemplo, para leer a Shakespeare, pero prefiere sus diarios sensacionalistas…».

La caí­da del Muro y el desmoronamiento del bloque soviético dio al traste con la división geopolí­tica presente en libro, además la novela de Orwell, más que la denuncia de un Estado ideal, es la reflexión sobre un Estado que se convierte en «ideal» falseando la verdad, sustentado sobre el terror y la mentira. Nada nuevo ya que el modus operandi de muchos gobiernos en la actualidad cumple con dichas caracterí­sticas. Otro hallazgo de 1984 es la neolengua, que viene a construir una simplificación drástica del lenguaje y no como se pensó que era una forma de dominio a través de la manipulación del lenguaje: si hay mucho menos palabras el hombre pierde su capacidad de pensar. Hoy los derroteros del lenguaje, tanto el oficial como el de moneda corriente de la gente, lleva un camino opuesto. El lenguaje parece expandirse, para bien o para mal. Las nuevas tecnologí­as, la ciencia, la polí­tica y la gente en sus guetos de supervivencia agregan cada dí­a más palabras. Sobre todo en el ámbito público nuestros polí­ticos se regodean en la jerigonza y la polí­tica como reality show abusa de lo mediático no tanto para adoctrinar y vigilar, sino para hablar y hablar sin aportar o concluir nada, una palabrerí­a hueca y florida que disfraza la brutalidad de muchas acciones del Estado. La neolengua del Estado de 1984 no permite ningún vuelo verbal. El lenguaje en el mundo actual es cantinflérico y la belleza del lenguaje se pierde en el tópico, la frase hecha.

En el mundo de 1984 las luchas por razones étnicas y las protestas por los derechos a minorí­as (o diferentes) no existe. Tampoco hay la violencia juvenil. Como tampoco hay una preocupación por el ambiente y las crisis energéticas. El gran hermano, que vigila siempre, parece descuidarse y unos terroristas hacen polvo unas torres en Nueva York. Hoy produce más pánico que te vigilen que los grupos terroristas. Hoy la verdad no puede ser controlada, falsificada ni modificada con eso del Internet. El problema viene por saturación: cuál información será real y cuál una patraña.

En fin, George Orwell como futurólogo se equivocó, pero como escritor dio en el blanco porque la literatura es ese espacio que propicia la construcción de la utopí­a, que permite darle carnadura al pensamiento crí­tico sin otra premisa que la subversión tanto de la realidad como del lenguaje, sin otro norte que el de revitalizar los sueños de justicia y libertad latentes siempre en el hombre. Hoy la saga cinematográfica Matrix, con innegables tintes orwellianos, presenta una nueva antiutopí­a (un mundo virtual perfecto creado por máquinas inteligentes) y quizá a Orwell le hubiese encantado esta visión tan apocalí­ptica como la de su novela, le hubiese fascinado ese mundo donde la verdad y la realidad se manipulan con gran versatilidad. No sé, pero los autómatas de Matrix y los de 1984 tienen algo en común: luchan por liberarse de una realidad que no los satisface, un poco como ha hecho el hombre desde tiempos inmemoriales.

Yo también he imaginado una antiutopí­a. El hombre vive en un mundo tecnificado, pero el número de personas es tanto que en este mundo se paga a los ociosos. Los pocos que trabajan mueven el engranaje, pero los desempleados constituyen el costado espiritual de ese mundo y son mejor remunerados que los trabajadores, dependiendo a lo que dediquen su ocio.