Originalidad en la vieja música española


celso

El día de hoy continuamos con la musica antigua de la peninsula ibérica y sirva tambien como homenaje dentro del sonido dorado, universal y amoroso de Casiopea, trigo de celaje y alba de lucero luminoso, fresco y enhiesto.

Celso A. Lara Figueroa
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela


Finalmente, y saltando del siglo VII al IX, cabe recordar en la Rioja al abad Salvo, quien en su escritorio monacal de Albelda se copian textos y melodías litúrgicas como el Liber Ordinum, hoy en Silos, ritual-misal providencialmente conservado, como su homónimo de San Millán, para que confrontados entrambos, podamos hoy aducir una auténtica versión de melodías mozárabes, únicas salvadas del general naufragio del siglo XI.

No faltaba, pues, inspiración.  Sin embargo, para conseguir que las creaciones fuesen aceptadas por las Iglesias, los autores tenían que exhibir un pasaporte de ciencia y santidad como garantía a los ojos del pueblo creyente.

Veamos ahora, en este contexto, a los cantores de la época: el cantor de iglesia no era un hombre cualquiera, que con voz o sin ella, con formación musical o solo con audacia pretendiera presentarse ante el público y ganarse la vida mediante prebendas.  Ese cantor tenía que reunir condiciones especiales, las mismas que para el orador y tribuno pedía ya Cicerón:  “Sea hombre bueno, perito en el decir”.

Pero, amén de esa pericia y honradez, con la buena fama que ello acarrea, para ser portavoz de la palabra divina, oficio profético y carismático, para hablar o cantar desde el tribunal o púlpito, debía estar consagrado, ordenado ad hoc con un rito peculiar del Ordo o ritual.  De ese modo, su lectura o su canto calaría en las almas, iluminando, consolando, estimulando y hasta “mordiendo”, según gráfico dicho ambrosiano:  mordeat nos verbum Dei.  Si preciso fuere sacarnos del ventisquero del vicio como el perro alpino de San Bernardo, muérdanos la palabra de Dios.

Así, pues, el cantor no era ni podía ser uno de tantos.  Le prestigiaba, ante todo, saber leer, entonces privilegio de excepción;  leer los latines de la opulenta misa del mártir Vicente, alarde oratorio muy sobre la capacidad del vulgar oyente, que empezaba a chapurrear un nuevo idioma mixto, con múltiples influencias latinas, ibéricas, godas, arábigas, de donde resultaría el román paladino, en el que suele el omne fablar a su vecino.

Pero este romance, sin declinaciones, fácil, por tanto para el pueblo, no entraba en el santuario, salvo en la predicación.  Los códices iban llenos de abreviaturas, para economía de pergamino. Muchos hasta plagados de groseras erratas, por lo que ciertos lectores y diáconos y aun presbíteros, al leer, debían decir pocas verdades, como aquellas piadosísimas beatas mencionadas por Santa Teresa.  Alguno sabía leer bien o mal enrevesado latín y la no menos intrincada semiografía musical.

Pues de tales clérigos, cultos y piadosos, apenas se guarda memoria alguna personal, como no sea en inscripciones funerarias.  Uno de ellos fue el primicerio Andrés, princeps cantorum, según lauda sepulcral del año 525, descubierta en Mértola, al sur de Portugal.  Dice:  Andreas, famulus Die, Princeps Cantorum sancte Ecclesie Mertolane, Vixit annos XXXVI.  Requievit in pace sub die tertio kalendas apriles, Era DLX Trisis a 10.  No llegó Andrés a viejo, habiendo vivido sólo 36 años.

De otro cantor, éste malagueño famoso, sabemos algo más, pues su losa es una verdadera laude, un caluroso encomio, pues se llamaba Samuel, y  recordando a aquel ilustre profeta, gloria de Israel, que pasó su infancia en el templo. 

Del malacitano dice su título sepulcral: …recubat eximivs Samvel ilustrissimvs, elegans forma, decorvs statva celsa, commodovs qvi cantavit Officivm, modulatine carminvm, blandiensque corda plebivm cvnctorvm avidentivm.