Como lo apuntamos en la columna anterior, en la antigua música española el nuevo idioma sustituyó con vocablos y consonantes más suaves las latinas, árabes y griegas de fonética comparativamente más dura. De ahí una lengua nueva, viril y noble, franca y rotunda, más apta, por tanto, para la música y la elocuencia.
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela
¿Cómo pudo surgir tamaño prodigio, precisamente en una Castilla seca o helada, hecha a todos los rigores de un áspero vivir? Sólo dentro del sonido dorado, universal y amoroso de Casiopea, trigo de celaje y alba de lucero de trigo fresco y enhiesto.
Al visitar las bibliotecas españolas, dos tipos de libros atraen poderosamente la atención de los amantes del arte: unos por sus pinturas, otros por su música. Todos ellos, se nos muestran encerrados bajo velos de misterio. Los profusamente miniados ilustran la mayor de las profecías, el Apocalipsis, el último amén de la Biblia. Los demás, ofrecen sobre textos también bíblicos unos signos musicales simples o compuestos, cuyo concreto sentido resiste a mostrarse al paciente y agudo lector.
Felizmente, los dos ejemplares más notables de géneros tan distintos, “Apocalipsis de Beato” y “Antifonario Gótico Leones”, están hoy en manos de cualquier estudioso gracias a la feliz iniciativa del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España. Ya no es preciso empolvarse en los archivos. Ante ambos, se queda uno doblemente asombrado por su hermético contenido y por el titánico esfuerzo de unos hombres que, en tiempos tan azarosos y de total penuria, se dedicaron a la ímproba tarea de caligrafiar y miniar bellamente tan extensos textos y músicas.
Lamenta el buen escriba leonés la falta de hombres capaces de aprovechar su esfuerzo, que teme sea baldío, y como sin pensarlo, nos regala un dato histórico sobre la decadencia de la cultura y del fervor en el clero de su tiempo, quizás por los años del pío y desafortunado rey Wamba, todavía en período visigodo. “La tradición toledana –se dice– y la santa institución de la melodía que los antiguos Padres, maravillosamente inspirados, nos legaron a modo de oráculos divinos, se cantan en las iglesias de forma dispar. Están viciadas por muchos, que han acabado con arte tan prefúlgido. Los cantos antaño dictados, no por uno, sino por varios varones, con dulce arte, se esfuman cual voz lejana, perdurando a lo más un dulce eco”. Deplora, asimismo, que apenas haya quien sepa interpretar los viejos neumas musicales que él, con tanto primor, devoción y escrúpulo, va describiendo en grandes folios de terso pergamino.
Si el tan lamentable estado de cosas se remontaba al tiempo de Wamba, ¿cuál no sería la decadencia en siglos ulteriores? Y ¿cómo concebir una copia fiel de tantos códices musicales, especialmente la del Antifonario llamado de Wamba y de otros similares, si apenas había quien supiera interpretar su enigmática grafía en el siglo IX? ¿Y qué ánimos podía tener el copista en su ímproba labor, ante tan triste e inevitable destino? He aquí otra incógnita difícil de despejar. Para qué tanto esmero en mejorar la grafía de los libros toledanos, tan elemental en sus neumas tirados y tumbados como a voleo?
No cabe duda que, si bien escaseaban por los siglos IX, X y XI los cantores peritos en melodía, hubo quienes con memoria ayudada por la lectura de los primitivos signos musicales, podían aún ejecutar las melodías tradicionales en la Iglesia. Así, en el oscurantismo del siglo X y de sus inmediatos anteriores y posteriores no fue tan negro, ya que precisamente entonces se copiaban libros, casi los únicos remanentes originales y bellos.