Orí­genes y blasones en la Semana Santa guatemalteca


Alfombra de corozo, aserrí­n teñido y pino, extiende su perfume penitencial a los pies del Nazareno de Jocotenango en su recorrido procesional por las calles del pueblo y la ciudad de la Antigua Guatemala. Multitud de cucuruchos y romanos acompañan la procesión del Tercer Domingo de Cuaresma. 2006. (Fotografí­a: Guillermo Vásquez González).

Si un pueblo del mundo occidental está ligado a lo sagrado es España y los pueblos autónomos que la conforman. Desde tiempos inmemoriales, aún antes de la reconquista en el siglo X hasta la configuración actual de los pueblos de la Pení­nsula Española, lo sacro ha privilegiado la visión del mundo ibérico.

Celso Lara

La Semana Santa guatemalteca, en este sentido profundo de la antropologí­a religiosa, no puede entenderse sin su antecedente inmediato en España. De tal manera que, a vuela pluma escribimos estas aproximaciones a los orí­genes de la Semana Mayor en España y sus vinculaciones con la guatemalteca como su herencia más directa.

Como en todos los pueblos predominantemente cristianos, el perí­odo dedicado a conmemorar los sucesos de la Pasión y Muerte de Jesucristo, en España desde tiempos inmemoriales está enmarcado dentro de una serie de actos de carácter ritual destinados a la exaltación de la fe.

Con el patrocinio de las autoridades religiosas y el apoyo determinante de los grupos de afiliados organizados, se desarrolla un programa que propicia la participación del mayor número de personas posibles.

Como es sabido, dentro de su proceso histórico, España incorpora manifestaciones culturales en las cuales están presentes elementos no cristianos, que al fortalecerse polí­ticamente la Iglesia, se ven sometidos al acoso a través de diversos medios, entre ellos los tribunales de la Inquisición, tiempo en el cual las demostraciones públicas de fe se hacen convenientes.

El surgimiento de las cofradí­as como instrumentos para mantener de manera activa y concertada las acciones devocionales en torno a determinadas divinidades, favorece la realización de manifestaciones públicas de fe, adecuadamente caracterizadas, procurando también la diferenciación entre ellas mismas, que competí­an en beneficio del lucimiento y majestuosidad de las celebraciones.

De hecho se estimuló la búsqueda de recursos económicos y escénicos para la presentación de los actos devocionales, con lo que lograban atraer mayor público e incorporar nuevos creyentes.

Por otra parte, hemos visto cómo el Cristianismo ha sumado durante su historia diversidad de rituales de procedencia pagana. Esto se manifiesta de modo evidente en el caso del teatro religioso, que para 1700 permitió en España un resurgimiento del teatro profano, cuya temporada se inicia en Pascua de Resurrección al concluir los actos de la Semana Santa, hasta el Carnaval siguiente.

Las sociedades religiosas continúan en su papel de organizadoras de las celebraciones, y cumpliendo con la ya antigua tradición, preparan el programa de procesiones y otros actos de convocatoria para la manifestación pública. Quince dí­as antes de la iniciación de las procesiones, se dan clarines, como aviso de la proximidad de las fechas. Los poetas de la época apuntan:

«Ante tus ojos desfilarán las Cofradí­as pasionales en perfecto orden, con sus tercios de granaderos, penitentes ricamente ataviados, comisarios y cofrades, soldados romanos, orquestas y bandas de música, bellas imágenes de gran gusto artí­stico, talladas por famosos escultores, vistosos y majestuosos tronos de gran belleza adornados con claveles, florecillas, rosas, acacias, camelias y alelí­es; iluminados por millares de bombillas eléctricas sabiamente dispuestas cuyos torrentes de luz se quiebran en la cristalerí­a de los tronos, se reflejan en las barnizadas armaduras de los soldados romanos y brillan en la policromí­a de las sedas, rasos, terciopelos y aurí­feras bordados de las túnicas de las imágenes y de los terciotentes de los tercios. Es todo un pintoresco y sugestivo cuadro, sobre el que flotan las armoniosas melodí­as de las bandas, las mí­sticas estrofas de rí­tmicos redobles de las cajas y tambores, las cadenciosas marchas de judí­os y granaderos, y el imponente sonido de las cornetas de los piquetes».

Cada una de las cofradí­as trata de descollar en el ornato de a la imagen ala cual rinden devoción y también a los propios atuendos de los miembros. Comúnmente se distinguen por el uso de colores, de modo que son conocidas como paso blanco, morados, azules en diferentes casos, también se designan por su carácter, como paso de las Angustias y paso de la Curia. Se llaman pasos a las imágenes adornadas acompañadas de sus devotos conducidos en andas o en carrozas, profusamente adornados, incluyendo los milagros o exvotos. No sólo son veneradas y exhibidas esculturas, sino lienzos y otros sí­mbolos cristianos, como escenas de la Pasión de Jesús, que por las calles reciben la solidaria expresión de la feligresí­a.

Son frecuentes las representaciones en vivo de la Pasión, con dramatismo que refleja los penosos sucesos. Con anticipación han sido recogidos fondos especiales para garantizar la suntuosidad de las procesiones, como dice Serrá y Boldú, a propósito de la famosa Semana Santa en Sevilla:

«Desde tiempos muy remotos de la Cristiandad, existieron en Sevilla corporaciones piadosas que realizaban sus funciones devotas en los templos y aun en casas particulares: pero las cofradí­as, propiamente dichas o sea con el carácter de culto público renovador de la fe, datan del siglo XVI. Generalmente se componí­an en su principio las procesiones de la siguiente manera: un estandarte o insignia, con algunos faroles; después los hermanos y las personas que por su religiosidad querí­an tomar parte en la devoción, formando dos filas paralelas, y al final, un crucifijo llevado por un sacerdote o un noble, rodeado de cofrades con hachones de cera virgen encendidos».

Las cofradí­as se organizaron por jerarquí­as y de acuerdo al papel que juegan sus miembros en la procesión, solieron designarse como hermanos de penitencia o hermanos de luz, estos últimos de ser portadores de hachones encendidos. La participación en todo caso está ligada al cumplimiento de promesas por agradecimiento a beneficios recibidos y su duración puede ser de por vida. En tal sentido, «el traje común para unos y otros era un áspero lienzo blanco y una soga ceñida a la cintura, llevando sobre el pecho el escudo de la hermandad respectiva, estampado en cuero o cordobán, y caminando descalzos. Los rostros iban cubiertos por antifaces de cañamazo, medio adoptado para no infringir la prohibición de disciplinarse en público hecha por Clemente VI. El capirote, en sus principios, era redondo y corto y caí­a sobre la espalda o el hombro por no contener dentro cartón ni cosa alguna que los sostuviera levantado».

Por otra parte, en todos los sitios se realizan procesiones en las calles, se pasean numerosas esculturas religiosas alusivas a la Pasión, guardando prioridades según lo establece la tradición religiosa del dí­a y de la localidad y según las posibilidades de los creyentes.

Cada grupo encargado de la procesión y según el dí­a que le corresponde dentro del perí­odo de la Pasión, lleva como responsabilidad acompañar la imagen principal de esta fecha, y se emplean indumentarias especiales. Es igualmente frecuente en las procesiones la concurrencia de grupos caracterizados por representar escenas de personajes alegóricos tales como: Herodes, Caifás, la Verónica, soldados romanos. Se conoce que el Domingo de Ramos suele pasearse por las calles de algunas localidades la imagen de Jesús montado sobre un asno, llevando palmas en las manos.

Es frecuente que la feligresí­a lleve por su parte cirios encendidos y también faroles. Grupos de tamborileros hacen repiques continuos, para momentos destacados. También se usan clarinetes, que dan la voz de silencio, remarcando la solemnidad de la ocasión.

Son particulares en Andalucí­a las llamadas saestas; esas voces alusivas al misterio conmemorado, oración o salmo doliente que se cantan durante las procesiones y otras manifestaciones colectivas devocionales y de las cuales damos ejemplos:

«Terrible es, desgarradora

la muerte del pecador

de evitarla aún es ahora;

pí­delo a aquella Señora,

que es Madre del Redentor».

«A Cristo dan sepultura:

la Virgen sin El se queda

¿Quién sin llanto habrá que pueda

meditar tanta amargura?»

Referencias sobre la comida de cuaresma

Las disposiciones de la Iglesia sobre la dieta en los dí­as de vigilia eran guardadas de modo estricto en España. La prohibición de comer carne se uní­a a las limitadas posibilidades de sustituirla por otras viandas.

Por una «antiquí­sima polémica que se desató en un concilio del 817, en que se prohibió a los frailes comer aves, tal como hasta entonces lo habí­an hecho todos los cristianos. Desde el siglo IV habí­an sido autorizados por la Iglesia, basándose en el Génesis». «Dios ordenó a los cielos producir peces y pájaros que volasen sobre la tierra», por interpretarse que sí­ se podí­a comer pescado era sin fundamento prohibir las aves que, según el texto sagrado, tienen el mismo origen».

Aun cuando la Iglesia dispuso otra cosa, muchos creyentes mantuvieron la costumbre de comer aves en esta época, y para el 1700, cuando no era admitido, algunos solicitaban la excepción que obtení­an mediante bulas papales, con la obligación de dar a la Iglesia, aportes económicos sustanciosos. De modo que se exaltaba a la feligresí­a a comer «potajes y yerbas», «huevos a mediodí­a», pescado, postres y dulces.

Todos estos elementos y más están presentes en la Semana Santa guatemalteca. Nuestra herencia, es, pues, más que evidente.