Orhan Pamuk: El libro negro (XXVIII)


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“Después de secarla desde la raíz del pelo hasta lo más profundo de los oídos con un trozo de tela, observó la cara a la luz de la luna llena: lloraba, no se había alterado lo más mínimo, seguía teniendo la misma expresión insoportable, inolvidable, desesperada”.

René Leiva


En su larga y demorada observación de incontables fotografías coleccionadas por Celal a manera de un “rostrario”, Galip trataba, a veces, de no asociarlas a ninguna historia sugerida por las expresiones fisonómicas o los rictus emocionales, pero por mucho que quisiera “verlas únicamente como mapas de rostros humanos”, su imaginación rebasaba lo físico, corporal o material, y en algún momento le brotaron lágrimas (precisamente de sus ojos).

Ah, sarcástico, cruel Pamuk, de los muy, demasiado humanos, contenidos y viriles sollozos de un entristecido Galip, media página en blanco de por medio, nos lleva “apenas” trescientos años atrás, hasta El verdugo y el rostro que lloraba.
¡Quien fuera crítico literario para intentar esbozos de crítica literaria!

¿Es tan excéntrico e inquietante el llanto en un hombre como para tomarlo como “un país completamente desconocido en el mapa que tan bien creemos conocer al que llamamos cara”?  ¿En un rostro de hombre no puede el llanto ser como un oasis en el desierto, siempre que no sea un espejismo ni para quedarse a vivir en él?

¿Cómo puede el leyente, no precisamente ingenuo, engarzar un pequeño relato de literatura fantástica en el cuerpo escritural de una novela de misterio? Aunque Celal, escritor de este capítulo lloroso, indica haberlo encontrado en por lo menos tres textos: Historia de los verdugos, Historia, a secas, e Historia de los pajes de palacio.

Omer el Negro, afamado verdugo del siglo XVII, ejecuta a Abdi bajá, gobernador de la fortaleza de Erzurum, previa lectura del firmán o edicto del sultán de Turquía, pero la víctima lloraba, y “en la cara del bajá el verdugo vio algo que le hizo sentirse indeciso por primera vez en treinta años de vida profesional”.

Metida la cabeza “en una bolsa de cuero llena de miel” y de regreso a Estambul montado a caballo, en los lugares donde pernocta el verdugo tiene sueños aterradores para quien no fuera de su oficio, disfrazados o referidos a rostros que lloran. Pero el mundo por él percibido en su travesía solitaria por caminos desolados tórnase igual de sórdido, retorcido y misterioso que sus sueños (un entorno, antójase, digno de la pluma entintada de un Gustavo Doré).

“Mientras avanzaba hacia poniente y las sombras, cada vez más largas, iban cambiando de significado, el verdugo sintió que a su alrededor se filtraban las señales, los indicios de un misterio que no acertaba a descubrir, como sangre que goteara de un puchero de barro resquebrajado”.