Orhan Pamuk: El libro negro (XLIX)


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“Para ser yo mismo y no otro, debía liberarme de todos esos libros, de todos esos autores, de todas esas historias, de todas esas voces.”

¿Por qué, en su descubrimiento, aceptación, búsqueda y probable construcción de sí mismo mediante los más diversos pero seleccionados materiales históricos y culturales el Príncipe heredero se sirve de un secretario (casi en calidad de galeote copiante) a quien dicta sus cuitas existenciales –que no existencialistas–

René Leiva


sus  memorias pretéritas y futuras, sus reiteraciones volitivas o intuitivas, aunque no exactamente con la intención de componer un libro que, al cabo, sólo él y su servidor – confidente –sombra – testigo leen cada día en sus evanescentes pero intensas versiones?

¿Es locura clarividente otorgarle la mayor importancia en la vida a conocer y saber “si uno puede ser él mismo o no”, sobre todo si se es  (a la vez) el príncipe heredero del imperio otomano a mediados del siglo XIX; o si la suprema inquietud e incógnita incuba en cualquiera, así sea el anónimo lector de un libro negro en el siglo XXI?

No se nace para ser feliz ni, mucho menos, para realizar grandes obras espirituales o materiales; se vive y existe para ser uno mismo, el supremo objetivo y la suprema misión de todos y de cada quien – diríase.

Por ejemplo, un sultán que en cuestiones de Estado citara a Voltaire, así fuese a oídos de cualquier cretino, no podría ser él mismo, nunca. Es así como el Príncipe quema todos los volúmenes del escritor francés, y de Schopenhauer, Rousseau, Bottfolio, Ibn Zerhani… “No sólo peleó con los libros y sus historias, sino con todo lo que comprendía que le impedía ser él mismo”.

Pero un libro (nuevo) no desplaza ni quita otro libro (antiguo), contrario al caso de los clavos… Sacarse de los anaqueles de la mente el libro de Génesis y poner en su lugar Del origen de las especies, verbigracia… Sustituir, en su totalidad, Recordación Florida por La patria del criollo… Rayuela, o Paradiso, o Entre Marx y una mujer desnuda en lugar de Amalia, María y La vorágine…

Ese príncipe heredero al despojarse de una herencia cultural por él mismo buscada, por querer ser él mismo, se puede encontrar desnudo y despoblado, sin referencias ni apoyo intelectual… Para desechar cuanto le impide ser él mismo, el príncipe tiende a lo absoluto, o sea a perder todo contacto mental e incluso físico con aquello que no es él… El príncipe aspirante a sultán otomano cree que liberándose de todo liberará también a sus millones de futuros súbditos ciudadanos turcos…

¿Es esta una parábola – o algo así – de la ya imposible desoccidentalización de Turquía, que, por otra parte, el semioccidentalizado autor aprecia con no tan fina ironía, con la implícita sorna del espíritu comparativo que sube y baja los escalones de cualquier asignatura más o menos lúdica?