“Galip, con sus lágrimas, se encontraba ahora en el interior del misterio. Era como si estuviera en un lugar que conocía pero no sabía que conociera; como si se encontrara inmerso en las páginas de un libro que ya hubiese leído pero que lo entusiasmara porque hubiera olvidado haberlo leído.”
Ninguno de los siete supuestos números telefónicos de Celal que “Mehmet el Conquistador” dictara a Galip por teléfono – anotados por éste en la última página de Los Caracteres de La Bruyére – correspondía al columnista, como un fragmento más que no encajaba de este lado del espejo, pero que del otro lado se ajustaba demasiado bien, terriblemente bien.
Ese séptimo día (y horas) de su búsqueda épica, de su dislocada pero tensa odisea a ambos lados de acechantes espejos –históricos, legendarios, fisonómicos, familiares, subterráneos…–, en su husmear de archivos y adopción natural del apartamento e identidad de Celal, Galip descubre diez fotografías en las que Rüya es icónica protagonista un tanto o un mucho ajena a la existencia del propio Galip… O Galip extraño a la existencia de Rüya, a pesar de saber o conocer el contexto familiar de cada fotografía, su emotivo y nostálgico “pie” de grabado grabado en su (ahora) patética retentiva…
Exclusión igual a pérdida. Estar ausente igual a vida desperdiciada, a memoria vacua… Galip colmado de un amado vacío llamado Rüya.
Estar sin ser. Haber estado sin haber sido. ¡Tanto logra, cuánto acarrea entregarse al engaño, al espejismo, a la trampa obvia, a una partida de ajedrez de peones contra reyes y reinas, a una imaginación en que “no el cuentista, sino el cuento”!
“Hace años que sé quién eres, pero tú ni siquiera me conoces.” Fantasea Galip, como si fuese el colmo de la felicidad, con una manida escena hogareña en que él y Rüya, pero cada cual, “se sumergirían en la lectura de sus libros y sus periódicos”. Ajá, sus de él y sus de ella.
¿Acaso no es más difícil percibir una cierta amargura y tristeza en la sonrisa de la esposa que tratar de comprender lo triste y amargo de su sonreír? ¿No es mejor ser excluido de la alegría amada que de la pesadumbre también amada?
Aunque en el interior del misterio, Galip no deja de escuchar (exacerbada cordura de la locura) los silbatos, bocinas, altavoces y demás ecos callejeros. Incluso “recordó que los muebles y los objetos tienen un mundo y un tiempo propio, distinto al espacio y los días compartidos por todos”. ¿Sólo los objetos y los muebles?
(En pocas narraciones las palabras son más que palabras y todo o todos, seres y cosas, parece que escritos a su vez escriben; que lo relatado no necesitaba de un cuentista para ser cuento, o de un novelista para devenir novela; que los hechos sucedieron, suceden, sucederán aunque nadie, Pamuk, les hubiese dado forma de libro.)