“…Si el universo de sueños al que llamamos mundo es una casa a la que entramos con el estupor de un sonámbulo, las literaturas se parecen a los relojes de pared de las habitaciones de esa casa a la que tanto nos gustaría acostumbrarnos.”
Las sucesivas o simultáneas horas de la literatura universal no importa en qué reloj se marquen, si de arena, clepsidra o solar, de pared, pulsera o mesa, de agujas o digital, mecánico o electrónico… En algún reloj, pero no en cualquier reloj de pared en la casa de los sueños y a distinta hora, se marcan los momentos intemporales de una literatura en particular, o mejor, de cuanta obra literaria sobrevive a la guillotina del tiempo… Pero cada literatura es un diferente reloj, cualquiera sea la hora que señale, y al margen de la “duración de las cosas sujetas a cambio” (dudosa definición de diccionario)…
El libro negro no es exactamente una novela “turca” a pesar de suceder en Estambul, con personajes, cierto folclor, episodios asombrosos, política, estructura familiar y social de ese milenario territorio, y nadie que no fuese turco podría haberla escrito, por supuesto, aunque Pamuk es un autor que ve las cosas, algunas cosas, a través de un vidrio empañado de occidentalización (comparativa), enturbiado por la gran literatura europea y norteamericana, incluido el cine (y sus “estrellas”); opacado cristal que, entonces, vuelto espejo, refleja lo que hay delante y detrás de él… En mucho, también, no solo el espejo de Alicia; asimismo la multiplicada noche sobreviviente y reincidente de Sherezade.
¿Puede olvidarse que, en turco, la capa de mercurio que cubre al vidrio convertido en espejo se llama “misterio”?
¿Debe desecharse por caprichosa la inocua pretensión lectural de que Alicia es sucesora de Sherezade y Sherezade de Penélope y Penélope de una Eva todavía durmiente y soñante?
Escrito entre 1986 y 1989 por un Orhan Pamuk leyente agudo y erudito conciso, hace veinticinco años el libro proverbial mantenía y conservaba consanguinidad y herencia cultural con las tablillas cuneiformes, el papiro, los códices, la escritura jeroglífica, la pintura rupestre, la invención china perfeccionada por Gutenberg…
¿Mantiénese, no obstante, el trazo sucesorio con el pensamiento, el verbo, los sueños, la imaginación, la memoria plural, el prístino cordón umbilical de fibras vegetales…?
(Un libro, no cualquier libro, puede ser la llave fortuita para abrir, al cabo, el escondite lúdico y pueril donde el ánima de un crío todavía late a la espera de un último encuentro, de ser por fin encontrado.)
¿Y qué libro es ese que después de leído, cerrado y puesto en su anaquel en apretada vecindad de otros volúmenes sigue abierto como manantial de imposible cauce para apaciguar a dispersos sorbos una sed irredimible? ¿Qué libro es ese, el mismo, en su anaquel, que sigue abierto y dando la hora en paredes caseras y en muros callejeros?