Onetti, el enigmático


Juan Carlos Onetti, escritor uruguayo, nació en 1909 y murió en 1994. Publicó

Jaime Barrios Peña

«El Astillero» (1961), lo describe su autor, el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti (Uruguay, 1909 – 1994), como una factorí­a en donde se construyen y reparan objetos y seres defectuosos o fracturados, o sea que igual calidad tienen los objetos como los seres humanos. Como figuras principales desfilan Angélica Inés, hija de Petrus y Larsen, que se mueven sin rumbo fijo en un entorno ominoso. Al autor le interesaron los conflictos que viven las comunidades que habitan a las orillas del Rí­o de la Plata. José Donoso (Chile, 1924 – 1996), refiriéndose a esta obra dice: «Dudo que se esfuerce por dotar sus personajes de una apretada verosimilitud psicológica. Dudo, incluso, de que nos proponga «El Astillero» como metáfora para una cosmogoní­a o una metafí­sica uní­vocas. Al contrario. Todo en Onetti es equí­voco, sospechoso, polivalente. Aunque construye su realidad paralela con datos reales -el olor a fritanga, el sabor de la caña ordinaria, el sebo en un cuello, el viento que raya la pampa, su creación permanece ingrávida, alucinada, aunque siempre curiosamente lúcida. Es que nos ofrece un mundo subjetivo y expresivo disfrazado, por medio de estos datos realistas, de mundo objetivo.»


La ciudad fantástica se llama Santa Marí­a. En esta ciudad se condensa un conjunto de personajes fantasmáticos de modalidad dantesca, que sin mayor ordenamiento formalista, desfilan en sitios extraños.

Se trata del mundo doble del mito, el sueño y el arte, en una especie de delirio entremezclado, con recurrencias a la realidad externa para lograr una significación. Es en este sentido como Onetti conforma su mundo libre, al máximo de las presiones convencionales. En este espacio se combinan conjuntos, circunstancias fortuitas, a veces mágicas, amorosas o letales, en un juego que responde a lo que el hombre mismo es. En «El Astillero», la ciudad de Santa Marí­a como lugar fantasmático, instala Onetti una construcción en donde la dualidad del sujeto-objeto se supera, lo que produce la emergencia de la contradicción aceptable en una nueva lógica que aplican los personajes en un lugar que no existe en ninguna parte. Una historia comparable al delirio común del lenguaje y a la llamada polisemia del significante.

Todo el texto y la voz del narrador Dí­az Grey, del doctor y de Petrus, conducen al ámbito señalado y juegan con el tiempo alternativamente, a veces no se saben retroceder o bien eluden el presente. Puedo afirmar que en la construcción literaria de esta obra, Onetti usa el desgarramiento y la vuelta a los refugios mí­ticos en donde se defiende el hombre del mundo antitético y represor.

Larson es el Juntacadaveres, que aceptó no vivir en la esperanza. Llega a Santa Marí­a y se dedica a reconocer la ciudad, en donde vivió antes en un plan delictivo e inmoral y de explotación de mujeres en los prostí­bulos. Encuentra a la hija de Jeremí­as Petrus, el amo de El Astillero, que a su vez engañaba a sus socios al proteger sus industrias. Larson se encarga de la administración general de El Astillero y conserva a dos empleados corruptos Gálvez y Kunz. Larson quedó vivamente impresionado por la hija de Petrus, Angélica Inés. Los personajes en la administración de El Astillero encarnan un papel sombrí­o dentro de un proceso decadente y doloso.

Santa Marí­a responde a un lugar de profunda frustración, en donde las alternativas de vida productiva no se alcanzan, tampoco la solidaridad y el diálogo y por tanto, no aparece la relación cordial con el semejante, se hace difí­cil y tensa. El personaje Larson representa la inaccesibilidad para una amistad profunda y compartida. El problema ético no tiene solución, en los negocios se impone la corrupción y la explotación. Sin embargo las transgresiones y actividades ilí­citas, llegan a un punto en el que aparece la promiscuidad en donde los pares dialécticos se anulan del todo especialmente entre el bien y el mal. El escepticismo hace presa a la ciudad de una grande y colectiva depresión. No aparece ninguna norma moral o mí­stica sino el autor apela a las fuerzas contradictorias y negativas del ser humano y sus imposibles soluciones.

Cuando Larson regresa a El Astillero en Santa Marí­a, se enamora de la hija de Petrus que es una enferma mental y procura enmendar su conducta anterior para salvar El Astillero, que era una empresa en pleno deterioro. Sin embargo, el fracaso a veces se alimenta del fracaso y el fin irreversible de la muerte persigue a los personajes.

Al final todo se pretende develar; sin embrago la enunciación de la muerte pero más bien se cubre más el misterio: «Mientras la lancha temblaba sacudida por el motor, Larson, abrigado con las bolsas secas que le tiraron, pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio del astillero, escuchar el siseo de la ruina y del abatimiento. Pero lo más difí­cil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de septiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se deslizaba incontenible por las fisuras del invierno decrépito. Lo respiraba lamiéndose la sangre del labio partido a medida que la lancha empinada remontaba el rí­o. Murió de pulmoní­a en el Rosario…»

«Dudo que se esfuerce por dotar sus personajes de una apretada verosimilitud psicológica. Dudo, incluso, de que nos proponga «El Astillero» como metáfora para una cosmogoní­a o una metafí­sica uní­vocas. Al contrario. Todo en Onetti es equí­voco, sospechoso, polivalente. Aunque construye su realidad paralela con datos reales -el olor a fritanga, el sabor de la caña ordinaria, el sebo en un cuello, el viento que raya la pampa, su creación permanece ingrávida, alucinada, aunque siempre curiosamente lúcida. Es que nos ofrece un mundo subjetivo y expresivo disfrazado, por medio de estos datos realistas, de mundo objetivo.»

José Donoso