Cuando se hizo evidente que existían grupos encargados de realizar una mal llamada limpieza social, matando a los mareros, a los miembros de pandillas de traficantes de El Gallito, a los asaltabancos, secuestradores y robacarros, critiqué esa visión que pretendía enfrentar la debilidad estructural del sistema de justicia con acciones que pretendían subsanar las fallas del sistema judicial y castigar por otras vías a los malvivientes y antisociales. Mucha gente aceptó la práctica de la limpieza social como único remedio ante la certeza de que el Ministerio Público no puede sustentar acusaciones y que los tribunales no condenan más que a los ladrones que se roban una gallina para saciar el hambre.
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Dije que era una prostitución del Estado mismo y que al competir con los criminales en la práctica de asesinatos, entrábamos a una espiral de violencia de la que no se puede salir. Hablando del tema comenté la historia de Sixto Pérez, el esbirro de Justo Rufino Barrios que tras años de fiel servicio al patrón, se terminó saltando las trancas y empezó a operar por cuenta propia, hasta que el mismo Barrios se vio obligado a doblárselo porque ya no lo podía controlar.
Lo mismo pasa con cualquier grupo de esbirros porque si empiezan actuando bajo severos controles, tarde o temprano se saltan las trancas y sobre todo cuando existe una alta probabilidad de enriquecimiento personal. Cuando los miembros de los escuadrones de la muerte se dan cuenta que pueden quedarse con la droga que transportaban sus víctimas o con los billetes producto de la diversidad de hechos ilícitos, el control empieza a ser menor, por mucho que salpiquen para arriba y hagan partícipes a sus jefes de esas extraordinarias utilidades.
Enfrentar la violencia con acciones criminales, caracterizadas por ejecuciones extrajudiciales, no resuelve nada sino que prostituye a las fuerzas de seguridad y al Estado mismo, como lo hemos visto en los últimos días al ocurrir hechos que impiden seguir tapando el sol con un dedo. Hay que ser demasiado ignorante para no darse cuenta que lo que hoy vivimos son polvos de los lodos que se iniciaron cuando alguien dio luz verde a la conformación de grupos de asesinos que actuaron con total impunidad porque, supuestamente, le estaban haciendo un servicio a la gente honrada matando a quienes eran o parecían criminales. Yo creo que en el fondo todos sabíamos que no había tal pleito entre pandillas, que estaba en marcha una consistente política de limpieza social, pero preferíamos atenernos a la versión oficial porque nuestra desesperación por las fallas del sistema de justicia nos hicieron pensar que no había otro camino que el de ir matando a los ladrones (ladronzuelos, pues, porque a los de cuello blanco no les pasa nada), a los traficantes, a los mareros y asaltantes.
Uno de los problemas es que si la justicia con todo y sus garantías se equivoca, cuánto más ese «sistema extrajudicial de rendición de cuentas» que depende del criterio de un policía que decide si hay que matar a alguien. Aparentemente un error, el cometido con los diputados salvadoreños, destapó la realidad aun para aquellos que se hacían los locos deliberadamente. Pero lo importante es ver si aprenderemos la lección o seguiremos pensando que las cosas se resuelven así, matando al que se ponga enfrente. Los linchamientos y la limpieza social son parientes cercanos, engendrados tanto por la inoperancia del sistema de justicia, como por la cómoda actitud de una sociedad que se hace de la vista gorda y que en vez de exigir justicia, acepta esas formas de venganza.