Vivimos en la época de las desproporciones. Casi todo lo que hacemos es con carácter excesivo. Si comemos, nos hartamos. No tenemos cuidado de la calidad de lo ingerido. Bebemos gaseosa, comemos hamburguesa, nos llenamos de pizza, refaccionamos chocolate con pastel, somos los amos del descuido. Si nos atenemos a la ley del péndulo, hemos pasado del período de la frugalidad (no por virtud nuestra, sino por las dificultades de obtener alimentos), al de lo descomunal y sin medida.
Según los filósofos, esto corresponde también al epítome de la modernidad: la glorificación del yo. Nadie quiere perderse de nada. Es la deificación de lo sensible. De una época en la que gobernaba el yo concebido como racional (res cogitans), a la del “homo eroticus” o “sensibilis”. Hemos dado muerte al Dios represor -según el imperativo nietzscheano- que nos oprimía y no nos dejaba ser, y hemos entronizado a la vida -según nosotros- que consiste en dar rienda suelta a nuestros apetitos. A todos.
De esta forma, la vida tiene un horizonte que no aspira más a la mirada celeste (como antaño), sino a la inmanencia finita que se solaza en las realidades próximas. Perdida la brújula que apuntaba hacia el más allá, nos conformamos gozosos con el más acá. Por eso no queremos privarnos de nada. Ser feliz equivale a la conquista de todo lo que se pueda conseguir. El tener es el imperativo con el que vive el hombre posmoderno.
En esta lógica, no sorprende que la raza humana se encamine hacia la obesidad en todos sus aspectos. No solo crece el vientre que revienta por la incapacidad de moderación, sino nuestro corazón que no sabe abstenerse de ningún bien sentimental. Y la voluntad desordenada que nunca ha considerado la privación como virtud, arrastra al cuerpo para satisfacer todos sus apetitos. He aquí al hombre contemporáneo: un animal siempre insatisfecho, con ganas de devorar todo o casi todo.
La templanza es una palabra en decadencia, un vocablo en desuso, un término que no consigue adeptos. La moderación es cosa del pasado. El negocio de hoy es consumir lo consumible. Hartarse de los bienes a nuestro alcance o comprometer el futuro por la adquisición de lo que llena hoy. Nadie gobierna nuestras vidas, viajamos en un auto sin frenos y así la muerte está a la vuelta de la esquina.
Pero no solo no somos moderados, sino que nos conformamos con chatarra. Somos ordinarios en materia gastronómica (o al menos algunos por lo visto). Consumimos lo que sea. Perdidos los bienes celestes, ahora cualquier cosa es posible. La metáfora del hijo pródigo revolcándose entre los cerdos, nos cae de perlas. Lejos del Padre, ¿qué nos queda? Hemos perdido también la exquisitez casi en todo.
Lo que conviene, sin duda, es ponernos a dieta. Pero ésta empieza quizá por reenfocar nuestra vida y comenzar a poner nuestra mirada en otro lado. Es cosa, pienso yo, de levantar nuevamente nuestros ojos.