Nunc coepi


Eduardo-Blandon-Nueva

No lo puedo creer, pensó para sí. “Entonces se murió el viejo”. Se lo repitió cien mil veces mientras desordenadamente especulaba qué hacer para viajar a ese país de existencia nebulosa. “Se murió mi padre”, dijo y quizá la palabra “padre” fue lo que desencadenó el cortocircuito que le hizo llorar tristemente y sin esperanza de consuelo.

Eduardo Blandón


Evidentemente, sabía que el viejo iba a morir, tenía cáncer de próstata, pero la noticia le tomó fuera de base.  Estaba desorientado, incapaz de todo, de comunicarlo a sus hijos, de comprar un boleto, de llamar a un taxi.  Así se entregó a pensamientos nunca antes considerados: la infancia, la adolescencia desperdiciada en el extranjero y sobre todo la vida adulta siempre en otro lugar.

En ese momento recordó la única vez que jugó con su padre.  Lo llamó a jugar béisbol y el viejo milagrosamente se desperezó para hacerle un par de lanzamientos, cual si fuera pitcher de las grandes ligas (así lo imaginó en su fantasía de niño).  Fue un acto de alegría insólito.  Los padres nunca comprenderán el significado que tiene para un hijo jugar con Dios hecho carne.

Pensaba como si su mente fuera un proyector de cine: veía las imágenes en tercera dimensión.  El acto en que su padre, por ejemplo, le abofeteó cuando tenía ocho años.  Su primera humillación existencial.  Era Dios diciéndole en su cara que era una mierda, que no servía para nada y estaba arrepentido de haberlo traído al mundo.  Fue atroz y si pudo perdonarlo fue a fuerza de terapias baratas con las prostitutas que frecuentó en su juventud. Quién sino ellas saben explicar el mundo.

La muerte de su padre le hizo comprender de un solo golpe que llevaba la sangre de su progenitor, que su muerte era relativa, que subsistía en su mal carácter, las decisiones equivocadas y su despreocupación por la vida.  Papá, como también le decía, era hijo del monte y en la vida del campo el tiempo es otra cosa, los días pasan lentos y las preocupaciones son mínimas.  “Ya entiendo, dijo, estoy condenado a repetir el camino de mi padre.  Es el eterno retorno nietzscheano”.

Entonces filosofaba, que no era otra cosa que cantinflear.  Elucubraba sobre la repetición: “si soy una imitación de mi padre, entonces soy una copia también de mi abuelo y bisabuelo, y mis hijos compendiarán, por tanto, el pasado próximo y remoto”.  Fantaseaba tontamente como forma segura de curar la herida definitiva.  Porque, como todos sabemos, la muerte de los progenitores es de naturaleza cósmica.

Consideraba que el fin de sus padres era el signo inequívoco de la muerte del amor.  El afecto sólo se conoce en su estado puro con ellos, ni los hijos y menos las esposas (pensaba convencido) aman tanto y de manera “real” como los padres.  Y esto lo hacía sufrir y poner sal en su herida.   “Ahora sé que estoy solo, concluía.  Comprendo que con la muerte del viejo, empiezo a morir yo también.  Nunc coepi, es mi banderazo de salida”.