Nuevos y viejos eremitismos


No sé desde cuándo he perdido el gusto por callejear, pero siento que con el tiempo involuciono, me vuelvo arisco o quizá, como me ha sugerido un amigo, en el mejor de los casos estoy madurando. El caso es que este estado de eremitismo lo experimento con sentimientos encontrados, no sé si hago bien, si me pierdo de los manjares de la vida o debo aceptarlo como una etapa, como otras, que pronto también pasará.

Eduardo Blandón

Cuando busco una respuesta a mi reciente actitud existencial, creo encontrar motivos por tanto encarcelamiento: me han asaltado en buses, me han quitado celulares, me han amenazado por teléfono y hasta me he vuelto más pobre. Claro, la escasez de dinero también me invita a la vida frugal, siento pena por el dinero gastado y ya no visito tanto ni las cantinas ni los restaurantes.

Pero además, tengo nuevas responsabilidades y con el tiempo (inmaduro que es uno) me las he tomado a pecho. Prefiero quedarme encerrado en casa jugando con mis hijos, yendo al parque, volando cometas o simplemente viendo los Padrinos mágicos que ir sin rumbo cierto por las calles. He encontrado una nueva forma de vida que me aleja de aquellas actividades en que, cuando era más joven, sentí­a fascinación. Incluso ser infiel me cuesta enormidades.

Los años lo vuelven a uno menos atractivo y se siente también menos deseos de coquetear. Uno se vuelve mezquino con el tiempo y da pereza la actividad siempre complicada del cortejo. Ya se sabe, uno tiene que hablar mucho, invertir en cafés, restaurantes, lugares privados y aparentar bastante para, finalmente y con suerte (a estas edades cuenta mucho la suerte), conseguir el sí­ anhelado. Todo con el riesgo de que la princesa se resista a última hora y evoque en el momento menos preciso eso de «eres casado y yo respeto mucho la sagrada familia».

Incluso los encuentros furtivos fáciles se evitan con los años (ahora hablo de mí­ evidentemente). Como uno los siente al alcance de la mano, se puede dar el gusto de postergarlos, hacerse el encontradizo y también el difí­cil. Ya el grito de la naturaleza que lo obliga a uno al sexo pertinaz pierde fuerza. No me malinterprete, no es que el impulso no esté latente las 24 horas del dí­a y no se desee también a la cantinera del bar o a la vecina, hablo de la disminución de éste por una especie de aturdimiento que sin duda afecta también a las hormonas.

Todo esto contrasta con amigos de mi edad que viven ilusionados trabajando frenéticamente en proyectos. Todaví­a quieren cambiar el mundo y lo ven como factible. Tienen esposas y novias, educan más o menos a sus hijos y también van a la Iglesia. Son personas con las que también experimento sentimientos ambiguos: los admiro y los desprecio a la vez. Los aborrezco y siento piedad al mismo tiempo porque creo que son irreflexivos. Viven la vida al pie de la letra (como sus padres les enseñaron) y no se hacen problema por nada. Son seres convencionales, inconscientes, felices: justo como el perro de casa. Pero los admiro también por esa capacidad de no saber parar jamás.

Yo estoy en proceso de maduración o quizá en las puertas de la putrefacción. Ahora estoy preocupado, por ejemplo, porque ya ni mis amigos me sacan de mi indiferencia. Me aburro de sus pláticas y me parecen banales la forma cómo conducen sus vidas. Todo esto parecerí­a infernal (y a veces lo es), pero mi salvación es Luisito, mi hijo de tres años, que a diario me invita a armar el mismo rompecabezas de hace seis meses. Le juro que cada vez me hace ilusión y nunca me aburre.