Nube de chapulines


Ren-Arturo-Villegas-Lara

Tal como la plaga de chapulines y langostas que cayó sobre los trigales de Egipto, según el Antiguo Testamento, así fue la que cubrió el cielo azul de Chiquimulilla, una mañana de mediados del mes de junio de 1949. El invierno ya se había entablado desde finales de abril y las milpas ya casi llegaban a la cintura de tamaño, abonadas con el puro estiércol que regalaban en los lugares de ordeño, sin recurrir a ningún triple 15 o cosas por el estilo.

René Arturo Villegas Lara


Nosotros estábamos recibiendo clases en el tercer año y don Pedro Aguilar, el maestro, nos estaba enseñando la conjugación de los verbos, incluyendo el pluscuamperfecto, cuando se escuchó un ruido general como si fuera de un montón de helicópteros, que entonces no se conocían. La mañana se oscureció como si se tratara de un eclipse total. Hasta las gallinas se subieron a los morrales creyendo que ya estaba entrando la noche. Pero no: tanto el zumbido como la oscuridad se debía a los millones de chapulines que andaban volando sobre el pueblo, averiguando por dónde estaban los sembradíos de maíz y caerles como chapulines. Cuando el maestro y los alumnos salimos al corredor, vimos cómo una mancha medio negra de insectos voladores, compacta como parvada de torditos, dio media vuelta y enfiló hacia las faldas del Tecuamburro. Cabal se pudo ver que se asentó en los terrenos de la finca Piedra Grande, ya casi llegando a Barranca Honda, por donde principian los bosques de pino del volcán. Como no había modo de comunicarle al gobierno lo que estaba pasando, pues el telégrafo estaba interrumpido por una ceiba que cayó sobre la línea que pasaba sobre la finca Guadiela, el alcalde sacó un bando esa misma mañana, anunciando que el pueblo entraba en situación de emergencia, no para hacer inversiones sin licitación, sino para que todos los maestros y los escueleros dejáramos las aulas sin ninguna culpa ni disculpa y nos fuéramos a combatir el chapulín. Al día siguiente, todos, niñas y niños, enfilamos pueblo arriba, cada uno con su rama de Tihuilote o de Madrecacao en la mano, para matar a cuanto chapulín se nos pusiera enfrente. Parecía un ejercicio de gimnasia rítmica el que hacíamos saltando y matando chapulines, aunque la milpa, en cuestión de horas, ya estaba casi diezmada. Como a los cinco días fue llegando una caravana de jeeps, de los que nos dejó la Segunda Guerra Mundial, con un montón de empleados del Ministerio de Agricultura, con sus bombas de metal para regar gamesán. Y entonces se vino una hediondera de tanto chapulín muerto y del veneno que se quedó flotando en el ambiente. Hasta llevaron un laboratorio en donde estudiaban los terrones cundidos de larvas de chapulín. Cuando el gobierno se hizo cargo del asunto, la patojada tuvo que regresar a la escuela porque escasamente estábamos a medio año del ciclo escolar. Quien resultó beneficiada con la llegada de la brigada del gobierno, fue mi tía María, pues su Pensión Lara la ocuparon de cabo a rabo los chapulineros y ya no quedó cuarto para don Flavio, el fotógrafo, ni para don Oscar, que mes a mes llegaba a vender cremas Max Factor o el señor que se hospedaba para distribuir el café Miramar. Y como siempre ha sido así, los chapulineros se quedaron como cuatro meses en el pueblo, en total haraganería, pues todos los chapulines estaban acabados. Quizá esperaban que apareciera otra mancha; pero, la mera verdad nunca volvió a aparecer. De todos modos, yo acompañaba a mi tía cuando venía cada fin de mes a cobrar el hospedaje de los chapulineros, a una casa grande del Ministerio, en la 12 avenida y 20 calle. Trescientos quetzales le pagaban y sentíamos que era un “pistarrajal”. Una vez me compró unos zapatos en una zapatería que se llamaba La Barata, en la 18 calle, que sólo me duraron un invierno. De resultas de los tales chapulines, ese año escasamente probamos atol de elote y no se pudieron hacer tamalitos ni taxcales; y como a los nueve meses, un montón de mujeres dieron a luz nuevos escueleros, hijos de padres desconocidos, aunque se sospechaba que eran engendros de los chapulineros. Eso sí: casi todo el chapulín que se murió a puros golpes de ramas de Tihuilote y de Madrecacao, fue por pura solidaridad humana y sin ninguna conducta que oliera a corrupción.