Nos va a tocar emigrar


Hoy les hablo de España. Con pesar, pero también con esperanza. El milagroso crecimiento de la octava economí­a del mundo se ha cimentado en el último decenio sobre la base de múltiples factores, muchos de ellos positivos y otros no tanto. Una banca fuerte y seria, una generación bien preparada, unas multinacionales competitivas en constante expansión y unas finanzas públicas saneadas nos convirtieron en un fenómeno a estudiar.

Humberto Montero
hmontero@larazon.es – Periodista y analista polí­tico

En aquellos tiempos, no tan lejanos aunque ahora nos parezca que hace siglos fuimos alguien, España era referencia de la prensa económica internacional, que llegó a acuñar el término de «milagro español» para referirse al vertiginoso desarrollo de nuestra economí­a. En este corto espacio, el PIB per cápita de los españoles logró adelantar en 2006 al de los italianos pese a tener 300 mil millones de euros menos de PIB nominal. Todo gracias a la diferencia poblacional. El «boom» de la construcción, que disparó el crecimiento de forma irreal, y la fortaleza del euro nos convirtió de repente y artificialmente en ricos a todos. A unos más que a otros, la verdad sea dicha.

Sin comerlo ni beberlo, te dabas una vuelta por Nueva York y te encontrabas a compañeros de pupitre y antiguas «amigas» a las que hací­a lustros que no veí­as, permí­tanme la sorna. En mi diario, La Razón, se publicaban páginas enteras de constructoras que vendí­an condominios de lujo… ¡en Miami y Manhattan! El propio Donald Trump, el magnate inmobiliario y «showman» financiero, se sorprendí­a en una entrevista publicada en un periódico de la cantidad de españolitos que se habí­an comprado un «pisito» en la torre que levantaba por entonces en la Gran Manzana. En 2008, con la crisis tocando a nuestras puertas, uno de sus «brokers» afirmaba haber captado 98 millones de euros de inversores españoles para los apartamentos «Trump Soho».

Conozco señoras y familias enteras que se iban de rebajas a Londres, y aún más lejos, y jubilados que viajaban por todo el mundo varias veces al año. En las reuniones familiares raro era que alguien no sacara su reciente visita a China, India o Tailandia, generalmente la tí­a más «cateta» de cada casa. Hablo de la clase media, ojo, a la que espero pertenecer por muchos años, no de potentados ni grandes fortunas. Lo peor es que siempre entraba alguien al trapo, generalmente el tí­o más «gañán» de la familia, que sazonaba la conversación desgranando sus peripecias con tubo y aletas en la Gran Barrera de Coral… ¡en Australia! Ni que decir tiene, que la disputa sobre que destino era el mejor, quedaba zanjada cuanto más lejos de España se hubiera viajado. Pero cuando muchos se aventuraban a recorrer Alaska, Filipinas, Japón y hasta Samoa alguien nos cortó las alas.

El tortazo ha sido tan mayúsculo que el pasado verano la mitad de España se fue de vacaciones al pueblo, a la casa familiar de la abuela, y a este paso el próximo estí­o nos quedaremos en casita, no vaya a ser que al banco le dé por embargarla aprovechando que andamos fuera.

Durante aquellos años -insisto, fue ayer-, la bonanza del «ladrillazo» atrajo a millones de inmigrantes. Gracias a ellos, en buena parte, y a los raquí­ticos salarios que durante estos años les hemos pagado -no a todos, afortunadamente- hemos vivido como ricos. Hasta que todo ha saltado por los aires. La crisis mundial ha acelerado el pinchazo de una burbuja que iba a reventar tarde o temprano. La caí­da ha sido monumental como monumental fue la subida. Lo increí­ble es que todos los españoles sabí­amos que esto iba a ocurrir y aun así­ preferimos vivir en un sueño. Sobre todo el presidente Zapatero, emperrado en negar lo evidente.

Con cuatro millones de parados largos (rozando el 20% de desempleo) y 5,5 millones de inmigrantes (en diez años se ha multiplicado por ocho la mano de obra extranjera, el mayor crecimiento del mundo, hasta llegar al 12% de la población, y cuya tasa de paro roza el 30%) Zapatero aún intenta vendernos la burra.

En 1990, España tení­a uno por ciento de población inmigrante. Esta avalancha ha disparado la población de los 40,5 millones de 2000 a los 46,7 millones de 2009, disipando por siempre los sueños de Zapatero, que vaticinó que España alcanzarí­a a Francia en renta per cápita (RPC). Nada más lejos de la realidad: tomando como referencia la RPC de la Unión Europea de los Veintisiete (que es el 100 por 100), la renta de España cayó en 2009 al 99,4 desde el 102,6 de 2008. La desesperación empieza a ser insoportable y hay jóvenes que públicamente (en la prensa) se plantean emigrar a Alemania como hace medio siglo hicieron sus abuelos.

El número de familias en quiebra se ha duplicado y el de empresas, quintuplicado. No son muchas -a veces los porcentajes engañan-, pero de 14 millones hay 838 familias en la ruina más absoluta.

Los palos de ciego que da Zapatero nos están costando muy caros a los españoles y a los cinco millones de inmigrantes que aquí­ viven. Sus bandazos han llevado a la prensa internacional, que hace tres años nos encumbraba, a ponernos en el mismo saco que Grecia -cuya situación es calamitosa-. Pero que quede claro: España no es Grecia. Aunque Zapatero se empeñe en destrozar este paí­s hasta convertirlo en otro Partenón.