Hay un tipo de periodismo de opinión, que algunas gentes lo encasillan como marginal, como arrabalesco, un periodismo que se desdeñado por los que son puristas. Es un periodismo que a veces se escribe con cierta dificultad, en medio de desalientos y muchas luchas. Es el periodismo de a pie, en el que siempre se dice lo que otros callan, es el que no busca el aplauso ni la complacencia con nadie.
En los periódicos se lee todo tipo de opiniones o comentarios, en diferentes estilos y colores políticos, para el gusto o el disgusto de ciertas gentes. Pero también quien desee expresar su libre opinión, está expuesto siempre a estar en la mira de algún francotirador gramatical, un individuo celoso de las reglas de la sintaxis y la gramática esencial del español.
Empero, aquel que se constituya en ser un maestro y pretenda corregir los defectos ajenos, no debe ser un pedante inquisidor sino un ente magnánimo y práctico, sin ínfulas de sabiondo. En el mundo del periodismo, andan por ahí ciertos inquisidores de la lengua, que con su tamiz implacable pretenden colar lo que ellos llaman una herejía en el lenguaje.
El gran Garcilaso de la Vega, hasta podría rabiar por haber encontrado en algún texto, algún descuido gramatical, pero en ese texto quizá imperfecto, le llegó al corazón de alguien que esperaba una dosis de comprensión a sus penas. Y también no deberíamos sentirnos decepcionados por la acerba crítica de algún purista, pues, si hasta el insigne Flaubert, casi perfecto en el arte de escribir, tuvo también sus detractores.
Carmelo M. Bonet, argentino, fue un maestro de la Facultad de Filosofía y Letras en Buenos Aires, y en su interesante libro «La Técnica Literaria y sus Problemas», nos ilustra con sencillez y maestría sobre las cuestiones de escribir bien, pero ni por asomo aparece el individuo sabiondo y pedante. Y que decir del maestro Fernando Lázaro Carreter, de la Real Academia Española, quien en ningún momento hace alarde de purista y sin embargo nos enseña mucho en su obra «El Dardo de la Palabra». Nadie nace sabiendo y nadie es tan sabio como para no cometer algún error gramatical. El buen maestro corrige y estimula, el malo, se embriaga de delirios de grandeza para corregir.