En la primera parte de esta columna buscaba reflexionar sobre lo que la inversión en el deporte puede significar como arma de seguridad preventiva. Daba cuenta de lo dicho por gente cercana a la Federación de Judo, que explicaban que es una de las asociaciones deportivas más grandes, y que esto obedecía, en buena medida a que los jóvenes utilizan este deporte para descargar toda su energía, muchas veces negativa por su entorno, y hasta como un mecanismo de autodefensa.
Decía que no fuéramos cuadrados para no ver estas soluciones alternativas al problema de la violencia. Y hablo de la violencia entendida como todo el entorno de inseguridad social en el cual vivimos la mayoría en nuestro país.
Por tanto, lo que lanzo es una propuesta de abrirnos a los espacios artísticos y deportivos. Por supuesto, sin dejar de lado la urgente necesidad de resolver el problema de la pobreza para acabar de raíz con la violencia.
Ahora es el ámbito del arte que deseo hablar de otro caso en el que la juventud, principalmente de áreas marginales, ha encontrado una vía para externar sus tristezas, su rabia contra su entorno, sin necesidad de recurrir a la violencia (más bien en algunos casos, denunciándola).
Se trata del hip hop, que va más allá de ser un género musical, y más bien representa en Guatemala una subcultura que reproduce parte de la identidad de la juventud afrodescendiente de los barrios pobres de Estados Unidos. No obstante, en nuestro país adquiere una personalidad propia, pues ha sido impulsado por jóvenes con una visión social y política que han hecho de los grupos de hip hop canales de transmisión de lo que en nuestros barrios y en la vida nacional ocurre.
Big James, exponente guatemalteco del hip hop -residente de El Pajón- lanza sus rimas así:
«Escuelas protestan suplicando maestros
pupitres y libros se van en aeropuertos»…
«Los pobres no encuentran hogares ni dinero,
después los queman cuando se vuelven mareros».
El hip hop transita en nuestra sociedad como en un péndulo, que por un lado es un grito que emerge de la juventud harta de su entorno violento, pero que trata de hacerle frente. Por otro lado, pasa cerca del dolor y la desesperación de una juventud que no encuentra otro escape más que las drogas o la delincuencia. Y por otro lado, los prejuicios de gente conservadora que critica y se cierran a esta forma de expresión y de identidad de la juventud.
Ha sido la misma juventud que se ha organizado en espacios sociales, la que ha promovido espacios para sus mismos grupos. Del papel del Estado sólo puede decirse que han criminalizado a los jóvenes por su apariencia de pandilleros; tal como sucedió con los jóvenes que trabajaban al servicio de su comunidad en Amatitlán. Asesinados, y luego señalados como posibles delincuentes.
Este hecho fue lo que me llevó a escribir esta serie de artículos, para reflexionar sobre la juventud, la violencia y su estigmatización.