Niños agredidos, despreciados y humillados


Eduardo_Villatoro

 Con mi mujer procreamos seis hijos, cinco de los cuales varones. Los dos primeros, a su vez, engendraron una pareja de chicos, que podríamos decir son los nietos de la primera hornada. Son dos jóvenes y dos señoritas que trabajan y estudian, mientras que los tres hijos siguientes, en conjunto, nos han convertido en abuelos de otros cuatro nietos, menores de 10 años de edad.

Eduardo Villatoro


Algunos de mis contados lectores dirán con sobrada razón “Y a mí qué jocotes me importa la descendencia de este columnista”; pero utilizo esta confidencia para hacer comparaciones entre los chicos del segundo ciclo y los niños y adolescentes que carecen de hogar, abandonados por sus progenitores o que prefirieron largarse de sus precarias viviendas familiares ante las agresiones físicas y sexuales de sus propios padres, la drogadicción y alcoholismo de éstos y sus torturantes consecuencias, o dejar atrás a la madre que se prostituyó para atender les necesidades elementales de sus hijos, o que se unió a otro hombre que resultó más cruel que su primer marido.
  
El rumbo que toman esos niños, niñas y jóvenes es difícil y con muy pocas opciones, porque simple y dolorosamente se vieron obligados a vivir en la calle, y para subsistir no tienen más que dos rutas. Pedir limosna, cuidar y lavar carros, limpiar zapatos y otras tareas similares; pero si se quedan sin ánimos para encarar por sí solos los rigores de una existencia sacrificada, devienen en antisociales y se integran a clicas y maras, porque permanentemente imberbes delincuentes de mayor edad y experimentados en el crimen están reclutando a niñas y niños desesperados de las condiciones precarias en las que sobreviven.
 
Lo demás es más que conocido por todos; pero un buen sector de la sociedad  está presto para juzgar, condenar y sentenciar a esta clase de “niños de la calle”, a los que consideran escoria, basura o estorbo.
  
Cabalmente en esto pensaba. Entre la diferencia de mis nietos a los que veo con buena salud, estudiando, protegidos y amados por sus padres, con ropa y calzado suficiente y, sobre todo, en este caso, durmiendo plácida y tibiamente en sus camas, aunque con las limitaciones que me parecen justificadas y que caracterizan a la clase media golpeada por la inflación.
  
Todo lo contrario de lo que leía en un reportaje publicado por elPeriódico esta semana que finaliza. El titular era contundente: Jóvenes de la calle agredidos por agentes de la Policía Municipal de Transito (PMT). Y el primer párrafo de la información fue como un latigazo despiadado sobre las espaldas y el rostro del gozo que me embarga al velar la siesta de mi nietecita Tití: “David Mendoza duerme en un callejón de la zona 1 capitalina; sabe que por su aspecto él y sus amigos no son bienvenidos por los vecinos. Lo usual es despertar con los rayos del sol, pero aquella noche un chorro de agua lanzado desde un cisterna de la Municipalidad le quitó el sueño”.
  
Edwin Cabrera, de 17 años cuenta que otra noche miembros de la PMT llegaron al lugar donde dormían, les echaron agua  abundante, los despojaron de sus colchonetas y se llevaron sus zapatos y mochilas. Eran nueve personas, entre ellas, niños de uno y tres años.
  
Sobran los comentarios acerca de la deshumanización de una sociedad ávida de consumo, sedienta de lujos, codiciosa e inmune a la soledad, el frío, el hambre y el llanto de niños sin hogar, sin abrigo, sin futuro y acosados por adultos con uniforme y con la soberbia de su infame poder…
   (Romualdo Tishudo me consuela: –No esperés que la vida sea justa)