Niágara (fragmento)


Templad mi lira, dádmela, que siento

en mi alma estremecida, y agitada

arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo

en tinieblas pasó, sin que mi frente

brillase con su luz…! Niágara undoso,

tu sublime terror solo podrí­a

tornarme el don divino, que ensañada

me robó del dolor la mano limpia.


Torrente prodigioso, calma, calla

tu trueno aterrador: disipa un tanto

las tinieblas que en torno te circundan;

déjame contemplar tu faz serena,

y de entusiasmo ardiente mi alma llena.

Yo digno soy de contemplarte: siempre

lo común y mezquino y desdeñado,

ansié por lo terrí­fico y sublime.

Al despeñarse el huracán furioso,

al retumbar sobre mi frente el rayo,

palpitando gocé; vi al Océano,

azotado por austro proceloso,

combatir mi bajel, y ante mis plantas

vórtice hirviente abrir, y amé el peligro.

Mas del mar la fiereza

en mi alma no produjo

la profunda impresión que tu grandeza.

Sereno corres, majestuoso; y luego

en ásperos peñascos quebrantado,

te abalanzas violento, arrebatando,

como el destino irresistible y ciego.

¿Qué voz humana describir podrí­a

de la sierte rugiente

la aterradora faz? El alma mí­a

en vago pensamiento se confunde

al mirar esa férvida corriente,

que en vano quiere la turbada vista

en su vuelo seguir al borde oscuro

del precipicio altí­simo: mil olas

cual pensamiento rápidas pasando,

chocan, y se enfurecen,

y otras mil y otras mil ya las alcanzan,

y entre espuma y fragor desaparecen.

José Marí­a Heredia (1803-1839)

Semana de poetas cubanos