¿Neutralidad ética de la ciencia?


Harold Soberanis

Uno de los grandes temas dentro del debate permanente de la filosofí­a y su relación con otras áreas del saber, es aquel que se refiere a la relación entre ética y ciencia. Aquí­, como en otros problemas de esta í­ndole, se esgrimen diversos argumentos que se podrí­an resumir en dos posiciones: por un lado, la que afirma que la ciencia no puede ser éticamente neutral por lo que debe ser normada por la ética y, por el otro, la que asegura lo contrario, es decir, que la ciencia se rige por sus propios cánones, que es totalmente autónoma y que no puede ni debe tomar en cuenta a la ética, so pena de verse interferida en sus investigaciones.


Nuestra posición es que la ciencia, tanto como otras disciplinas, no puede estar desligada de la ética. En las siguientes lí­neas trataremos de demostrar y fundamentar esta posición.

Si bien es cierto muchas de las investigaciones y resultados de la ciencia se refieren a la realidad objetiva, el cientí­fico es un ser humano que vive dentro de un cuerpo social, por lo que su trabajo incide, directa o indirectamente, en el grupo al que pertenece. Puede que el trabajo de algún cientí­fico se refiera a un fenómeno del universo fí­sico en el que se encuentra el planeta que habitamos, pero las conclusiones a las que llegue pueden ser sesgadas a fin de justificar el uso de esos resultados, a favor o en contra de la humanidad, comprometiendo o desvirtuando su búsqueda de la verdad que es, entre otros, un valor que debe regir su trabajo.

Por ejemplo, los avances en el uso de la energí­a atómica y sus implicaciones, podrí­an ser utilizados al antojo de un Estado polí­tico particular bajo el argumento de que éste, por haber financiado tal investigación, tiene la capacidad de utilizarla como le parezca pues es un derecho que le corresponde sólo a él y a ningún otro. Esto darí­a más poder polí­tico y militar a algún paí­s poderoso, lo que le permitirí­a expandir su dominio sobre otras naciones, débiles y dependientes, incrementando sus pretensiones imperialistas en detrimento de aquellos paí­ses que no cuentan con el poder económico, ni el desarrollo tecnológico del que aquél goza. Se podrí­a afirmar que dicha potencia es libre de invertir los recursos que quiera en el desarrollo de su poderí­o militar, pues al fin y al cabo goza de una gran riqueza producto del trabajo de sus ciudadanos por lo que puede usarla en lo que quiera. Se podrí­a agregar que no es culpa de este Estado que hayan otros que sean pobres, puesto que la pobreza o riqueza de un paí­s es responsabilidad de sus ciudadanos y dirigentes que han implantado modelos económicos que los han llevado al éxito o al fracaso, etc., etc.,

Sin embargo, tales argumentos se desmoronan cuando advertimos que el trabajo del cientí­fico se da, como señalamos más arriba, dentro de un contexto social, por lo que el producto de sus investigaciones son también de carácter social y sus resultados pueden contribuir a elevar el nivel de vida de la humanidad o, por el contrario, pueden poner en riesgo la misma existencia de los seres humanos; que la riqueza de una nación, si bien por una parte es producto del esfuerzo de sus ciudadanos, también lo es que muchas veces, esa riqueza está construida sobre la pobreza de otros; que el conocimiento no es privativo de nadie y que más bien, tenemos la obligación moral de compartirlo con los menos favorecidos. Resulta no sólo inmoral sino hasta obsceno, observar cómo algunos paí­ses poderosos gastan millones de dólares en la fabricación de armas, cuando hay miles de niños que mueren de hambre todos los dí­as, porque no tienen lo mí­nimo para subsistir.

Claro que la ciencia goza de su propio estatuto epistemológico, lo que le otorga independencia como un saber autónomo, regido por su propio método, objeto de estudio y fundamentos. En otras palabras: la autonomí­a de la ciencia le garantiza su misma esencia, de lo cual no se infiere que le sea inadmisible regirse por valores o principios que son universalmente reconocidos como deseables.

Asimismo, la permanente relación entre ética y ciencia puede permitir que ambas se enriquezcan de los conocimientos y avances mutuos. El abismo que hay entre ciencia y ética no es tal. Ambas pertenecen a esferas diferentes del quehacer humano, es verdad, pero esto no significa que haya entre ellas una total y absoluta separación, imposible de superar. En la posibilidad de colaborar y apoyarse, dicha separación se hace cada vez más reducida.

Dentro del trabajo del cientí­fico existen valores que guí­an su labor, valores que son válidos y necesarios en cualquier esfera de la vida humana. Con esto quiero decir que los valores de la ciencia, no pueden ser diferentes a aquellos que perseguimos en nuestra vida diaria, lo que vendrí­a a demostrar que la ciencia, aún aceptando su autonomí­a epistemológica, no está totalmente aislada o separada de un contexto social, ni de la existencia de seres humanos concretos, por lo que sus resultados deben estar orientados a alcanzar el máximo bienestar de la humanidad y no lo contrario.

Valores como la honradez, la honestidad, el amor a la verdad, etc., son válidos tanto para el cientí­fico como para el polí­tico, el médico o el hombre común. Son válidos porque sin ellos no se alcanza una existencia digna. De esa cuenta, no se puede separar el trabajo del cientí­fico del contexto en que se da. Sólo una actitud positivista presenta la realidad como algo fragmentario e inconexo. La realidad es una sola y es una especie de red que se va configurando, a partir de las acciones y relaciones concretas que se establecen entre los seres humanos. Nosotros mismos no somos seres fragmentarios. Los diversos roles que desarrollamos en la vida social no están desconectados unos de otros. Estos no son más que facetas de un mismo ser, unitario, cuya esencia es precisamente la unidad. Pensar que podemos llevar distintas maneras de vida, totalmente desconectadas unas de otras, es un error que hemos aceptado justamente a partir de esa visión positivista y fragmentaria de la realidad.

Esta concepción fraccionada de la realidad y de nosotros mismos revela cierta patologí­a. Por eso resulta enfermizo el hecho de que una persona tenga una actitud distinta como padre, por ejemplo, a otra que tiene como funcionario público. Entre el papel de padre y el de funcionario, no puede existir una total desconexión. El mismo sujeto, desarrollando actividades distintas, debe orientarse por los mismos valores. No puede ser un hombre honrado en su hogar y un perfecto ladrón en su trabajo.

Lo mismo sucede, pues, con el cientí­fico. í‰ste no puede alegar que es una persona diferente en su papel de ciudadano y de investigador, para justificar que su trabajo está más allá de consideraciones éticas. Tampoco puede afirmar que sus investigaciones son totalmente objetivas y que por lo mismo, no pueden estar sujetas al escrutinio moral; que lo moral se circunscribe a su vida como ciudadano o como padre, pero nunca como cientí­fico, etc.,

Podrí­amos seguir ahondado en este tema pues hay muchas otras cosas que analizar. Por el momento me detengo aquí­. Solamente deseo dejar en claro una idea: que la ciencia no está más allá del bien y del mal y que un cientí­fico antes de serlo es un ser humano lo que le otorga el carácter de ser un agente moral.