Estos son días de grandes deseos y esperanzas por el inicio de un año nuevo, pero la verdad es que nada de lo que tanto anhelamos será posible si no ponemos el empeño para lograrlo y eso vale para hablar de los cambios que nuestro país necesita a fin de empezar a resolver los grandes problemas que nos agobian. Porque indudablemente la pasividad de la población se convierte en una enorme facilidad para los gobernantes que, ante esa indiferencia, se pueden dar el lujo de hacer las cosas a su sabor y antojo y al ritmo que quieren, porque no sienten nunca la presión pública para mejorar su rendimiento.
ocmarroq@lahora.com.gt
Los guatemaltecos nos quejamos con mucha frecuencia de nuestras autoridades, pero hay que empezar diciendo que están allí porque una mayoría de la gente los eligió confiando en ellos y una vez electos, muy pocos exigen el cumplimiento de los compromisos y promesas de campaña. De hecho, cada cuatro años extendemos un cheque en blanco para que nuestros políticos hagan lo que quieren sin preocuparse por la rendición de cuentas ante sus electores y la consecuencia de ello es el deterioro de las instituciones que ha ido ocurriendo ante nuestros propios ojos sin que movamos un dedo para siquiera expresar nuestra inconformidad. Fuera del desagrado que genera murmullos de protesta, nos caracterizamos por no demandar el exacto cumplimiento de las obligaciones de quienes hacen gobierno.
Siempre he criticado nuestra sangre de horchata que nos impide tener aires con remolino para demandar y exigir atención a los más graves problemas del país. La espiral de la violencia ha sido cabalmente eso, es decir, una espiral que a lo largo de muchos años se ha venido manifestando y creciendo sin que hagamos nada más que quejarnos, pero sin asumir posturas colectivas que obliguen a las autoridades a ponerle fin a la vorágine. Y cuando al fin nos hartamos de tanta impunidad y de tanto crimen, se producen reacciones explosivas que agravan los males, como esos linchamientos que son una expresión de la desesperación ciudadana, pero que termina prostituyendo a la sociedad.
Hemos tenido gobiernos verdaderamente inútiles y, peor aún, corruptos que en otros países no hubieran logrado completar su período porque la gente los hubiera sacado a sombrerazos, mientras que aquí nos conformamos con refunfuñar nuestro desagrado y empezamos a cifrar la esperanza en las figuras que vayan apareciendo para la próxima elección, sin capacidad de entender que el problema no es de personas sino de la contaminación de todo el sistema que no permitirá que nadie, léase bien, que nadie en esas condiciones pueda cumplir con el servicio público.
Estamos llegando a tales niveles de crisis institucional que es tiempo de hacer planteamientos claros para impulsar cambios de fondo que devuelvan al Estado el papel que tiene que desempeñar en el servicio de la población. Lo peor de todo es que en medio de esta crisis, los únicos que atinan a hacer propuesta son cabalmente los mismos que se encargaron de destruir al Estado y que ahora proponen reformas que apuntan a debilitarlo aún más para que les permita a los mercaderes seguir haciendo su agosto.
Por ello el único buen propósito valedero es el que hagamos para asumir compromisos y empujar fuerte para que el país cambie en la senda correcta que es aquella que demanda un Estado probo y eficiente que atienda los fines esenciales que ya están marcados en nuestra Constitución. Si no presionamos, si no forzamos a las autoridades, no esperemos que nada cambie.