Se escurre entre las columnas del almanaque como la luz del relámpago se disipa en la insondable noche; como la arena que se desliza entre las manos. El tiempo pasa a nuestro lado, rozando nuestros sentidos y en vano intento lo queremos retener. No podemos. Apenas llegamos a percibir una fracción ínfima, lo poco que nos permiten nuestras muy limitadas facultades humanas.
Pero al menos suspiramos por algo, aunque sea captar una brizna de ese viento permanente que acaricia nuestras caras. Y a lo largo de los siglos nos hemos dado a la tarea de tratar de cuantificarlo como vana expresión de un pretendido señorío. Dos artificios ha concebido el ingenio humano para dimensionar lo que nosotros llamamos “el tiempoâ€, para tratar de apreciar la estela blanca que va dejando en su transitar por el mar infinito. Uno de esos artilugios es el reloj. En la antigí¼edad había relojes de arena que replicaban en piedra el paso del sol por el firmamento. Hubo también relojes de agua y los más conocidos, los de arena. Pero eran solo vanos intentos de capturar eternidades; reflejaban el transcurso de cierta fracción mínima del tiempo. Los diseños más modernos se inclinaron por el movimiento perpetuo, por los artefactos que en su entraña tienen innumerables rueditas que giran constantemente y alimentan una pantalla, también redonda, donde dos agujas (después fueron tres), daban a su vez vueltas y más vueltas. Pero ¿quién dijo que esos aparatos medían el tiempo? Lo que hacían era dar vueltas si fin. Girar. Igual que la Tierra sobre su eje, la Luna alrededor de la Tierra, la Tierra alrededor del Sol, el Sistema Planetario alrededor del centro de la galaxia, etcétera. Inagotable carrusel del movimiento perpetuo. El otro invento que nos sirve para aquilatar el paso del tiempo es la fotografía. En el momento mismo en que se graba la imagen, la escena ya pertenece al tiempo pasado. Un pasado inmediato pero pasado después de todo; un momento pretérito que solo se diferencia de otras fotos antiguas en cuestión de almanaques acumulados. Quedan congeladas las figuras en el museo del ayer; son sucesivas etapas que mueren en cada toma. Y en estos días postreros del año se reflexiona por un ciclo que concluye. Pero a las reflexiones habituales de la fecha se adiciona un nuevo componente escatológico que a la par de las lánguidas trompetas proclaman “el final de los tiempos†como la expresión apocalíptica más terrible y al mismo tiempo muy cargada de misterio. Pues cabe preguntar ¿tiene final el tiempo? En otras palabras ¿se puede concebir el concepto de que el tiempo se termine? ¿Qué pasa entonces después de ese final? Algunos genios modernos (Einstein, Hawking, Hartle, entre otros) nos indican que el tiempo es un valor relativo y que en alguna dimensión se confunde con el espacio. Que el tiempo es un valor relativo que puede encogerse, estirarse y hasta “doblarseâ€. Realmente conceptos muy difíciles de asimilar. Borges se acercó simplificándolo con su genio: “Antes las distancias eran más grandes porque se medían por el tiempo que se tardaban en llegarâ€. Interesante combinación de espacio y tiempo. Pero dejando de lado esas profundas elucubraciones aceptemos que “algunos tiempos†sí tienen un claro final. En el ocaso cotidiano termina el tiempo de cada día. El fin de semana marca la terminación de ese ciclo igual que el fin del mes el propio. Ahora estamos en el fin de año. Momento propicio para detenerse un momento a pensar, no tanto en el final del tiempo de la Tierra (¿Cataclismo de 2012?); debemos recordar que nuestra presencia en este mundo tiene un tiempo determinado. Un tiempo que un día se va a acabar igual que este año que concluye. Feliz Año Nuevo.