«Qué injusta, qué maldita, que cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos». Carlos Fuentes (1929-2012) Periodista y escritor mexicano
El mediodía del martes era un infierno. Sofocante el calor y el tránsito de los mismos demonios. Avanzaba junto a mi familia por la Avenida del Cementerio y 26 calle de la zona 3, y a unos cincuenta metros adelante veo al hombre tirado en la bocacalle.
Al estacionar el automóvil pude observarlo mejor. Estaba boca abajo y su rostro sobre su pequeña mochila empapada en sangre. Una joven mujer gritaba: «¡el carro que va adelante, el rojo, lo atropelló!». Llegamos hasta él. No se movía. Mi esposo le tomó los signos vitales y detectó que ya eran muy débiles. Los curiosos pedían a gritos que se avisara a los bomberos. Continuamos junto a él, quien moría frente a unas veinte personas. Tres minutos después, que parecieron una eternidad, llegaron los Bomberos Voluntarios. Dos jóvenes de esa institución le colocaron un aparato a su cuello y bajaron dos camillas. Una sobre el caliente asfalto, sirvió para darle vuelta a la víctima. Entonces vimos sus ojos negros, achinados, que parecían estar detenidos en alguna parte del cielo. Un Bombero Voluntario inició maniobras para buscar presión sanguínea. «Se nos va… se nos va…» hablaba para él, quedito, pero yo podía escucharlo pues quedamos rostro con rostro. «Tómale la presión con el aparato» le pidió a su compañero y lo hizo. Segundos, milésimas de segundos para determinar el débil hilo entre la vida y la muerte. «Ya no… se nos fue», dijo el bombero que había tomado la presión. Vi de nuevo su rostro. Blanco, ojos negros achinados, con pelo «quishpinudo» negro. El bombero le busca en los ojos alguna señal. Un último intento por encontrar la vida, que obviamente ya se había ido. El rostro de este joven, quizás de unos 18 años, mostraba sobre su mejilla izquierda el rojo de la sangre y el negro del asfalto. No pude limpiarlo, no había cómo y su dignidad quedó así. Con la marca de la sangre de su cuerpo y el ennegrecido asfalto en donde murió. A un lado, otro joven, gritaba… «¿Qué le digo a su mamá… qué le digo… que me presten un celular para avisarle, pero qué le digo? Los curiosos le indagan y él explica que en la mañana de ese martes habían llegado al basurero de la zona tres a mover basura, por lo que les habían pagado 30 quetzales. Iban ya de regreso a sus casas y al bajar de una camioneta, el carro rojo lo atropelló… ¿Qué le digo a su mamá? continúa repitiendo. Llegaron las patrullas de la PNC. Una fue en busca del carro rojo. Nunca supe si había sido capturado el conductor. Este joven, muerto en estas circunstancias, es uno de los cuatro mil guatemaltecos que fallecen al año, atropellados por vehículos que continúan su marcha y cuyos conductores no son capturados. (Departamento de Tránsito de la PNC). De regreso a mi vehículo, junto a mi familia, derramé unas lágrimas y elevamos una oración por todos los guatemaltecos que salen a ganarse la vida y encuentran la muerte por culpa de conductores irresponsables.