Andre Rodrigues de Príncipe recuerda todavía el sabor de la gloria futbolística, aunque su fama se ha desvanecido y ahora percibe cómo los cazatalentos y entrenadores prestan atención a otros chicos y no a él.
RIO DE JANEIRO / Agencia AP
Los ojos de este joven de 14 años brillan cuando mira un video difundido el año pasado por la FIFA. En el video, el flaco adolescente muestra un talento deslumbrante en la gambeta antes de hacerle un «sombrerito» a un oponente, en una jugada idéntica a la que hizo Pelé en la final de la Copa del Mundo de 1958.
Hoy, cuando los brasileños están cautivados por el Mundial, Andrezinho no tiene el respaldo de un club importante, y se esfuman las posibilidades de que el fútbol le ayude a encontrar una salida a su vida difícil en una «favela» ubicada en la ladera de una colina.
Andrezinho figura entre los incontables chicos brasileños cuyo sueño distante de fama y fortuna genera una obsesión que suele involucrar a familias enteras, técnicos y representantes ansiosos por encontrar al siguiente astro del fútbol.
El corazón de Andrezinho hoy está apesadumbrado. Su crecimiento se ha estancado alrededor de metro y medio (cinco pies) y su madre cuenta que observa con envidia cómo sus compañeros de equipo — algunos casi dos años más jóvenes — lo superan en altura.
A pesar de que ha entrenado con dos de los mejores equipos de Brasil, Fluminense y Vasco da Gama, en la actualidad sólo juega para su equipo local, integrado por otros niños de su barriada, Vidigal. A diferencia de las familias en las que los niños son empujados desde que nacen a ser leales al equipo favorito de sus padres, Andrezinho estaría encantado de unirse a cualquier club.
«Todo lo que quiero hacer es jugar fútbol», asegura con timidez.
El camino a la gloria futbolística en Brasil es largo y cruel. Las humildes favelas son caldo de cultivo para algunos de los mejores talentos del fútbol mundial. Pero por cada jugador que llega a un equipo de primera división, se calcula que 6.000 se quedan rezagados, de acuerdo con la Universidad del Fútbol, un grupo que busca utilizar el deporte para promover el desarrollo de Brasil.
Incluso los pocos afortunados que llegan al profesionalismo tienen escasas probabilidades de sellar acuerdos de patrocinio por millones de dólares, o tener como novia una modelo. Hay 32.000 hombres que juegan fútbol a algún nivel profesional en Brasil, pero el 80% gana menos de 540 dólares mensuales, el equivalente a dos salarios mínimos.
«En lugar de una fábrica de talento, el fútbol en Brasil es una fábrica de la frustración», dijo Eduardo Tego, ex jugador amateur que dirige la universidad con sede en Sao Paulo.
Aún así, el sueño persiste.
La mamá de Andrezinho, Ana Lucia Rodrigues, renunció a su trabajo en una tienda de ropa y desatendió a su hija de 9 años para acompañarlo a los entrenamientos, un trayecto diario de cuatro horas en autobús.
«No tenía más vida», admite mientras prepara un almuerzo alto en carbohidratos para su hijo y tres compañeros de equipo, uno de los cuales viajó recientemente a Italia para asistir a una clínica del Inter de Milán. Sin embargo, confiesa, su objetivo este año es encontrar un agente que ayude a volver a encarrilar la carrera de Andrezinho.
Las leyes brasileñas prohíben contratar jugadores menores de 16 años. Pero legiones de observadores y agentes, así como un montón de impostores, esquivan las reglas para aprovecharse de las esperanzas de las familias.
La recompensa es mucho mayor que un par de botines o un estipendio para alimentación y el pasaje de autobús. El dinero domina el deporte. La perspectiva de un sueldo de millones de dólares en un club europeo y una tasa de transferencia considerable está presente a lo largo de toda la cadena, y niños de apenas 11 años pueden llegar a recibir hasta 12.000 dólares mensuales, de acuerdo con Tego.
«Se ha convertido en un gran negocio», afirma Marcelo Teixeira, un antiguo observador del Manchester United inglés que ahora es ejecutivo del Fluminense. «Pero llegar a la cima es tan difícil como ganarse la lotería».
Cada año, el club con sede en Río administra 80 escuelas de fútbol a lo largo y ancho del país en las que más de 6.000 jugadores muestran sus habilidades, todos ellos con la esperanza de convertirse en uno de los 30 elegidos para los equipos aficionados del Fluminense.
Para los soñadores de Vidigal, el Mundial alimenta su ambición de fama, sobre todo cuando leyendas como el francés Thierry Henry llegan a la barriada, como lo hizo recientemente para patear balones con ellos durante un acto promocional.
La cuidada cancha sintética en la que juegan yace sobre un campo de tierra. Un narcotraficante que por entonces dominaba la favela lo mandó a construir en la década de 1990. Aunque la comunidad de unas 13.000 personas es mucho más segura después de una ocupación policial en 2011, muchos aún recuerdan cuando los mafiosos dejaban los cadáveres de sus rivales sobre las gradas.
Hoy, es el lugar en el que Andrezinho y sus compañeros se reúnen para aprender acerca de los diferentes países que disputan el Mundial.
Su entrenador, Paulo Cezar Bento, aseguró que quiere proteger a los más de 200 niños con los que trabaja en Vidigal para que no repitan el error que él cometió al descuidar sus estudios en busca de llegar al profesionalismo.
Durante más de una década ha dirigido un programa de fútbol para niños desde siete años, que ahora financia el ayuntamiento de Río de Janeiro, en el que busca inculcar lecciones de vida que sirvan a los pequeños, ya sea que persigan sus sueños como futbolistas o no.
«Mi meta no es producir ‘craques»’, dijo Bento, utilizando la palabra brasileña para los futbolistas fenomenales. «Yo siempre les digo que es más fácil estudiar química en una universidad federal que ser jugador. Todo lo que necesitas hacer es leer libros».
Por Elmar Dreher
Agencia dpa
A punto de concluir la primera fase del Mundial de fútbol, Brasil empieza a preguntarse qué será de los modernos estadios construidos o refaccionados en 12 ciudades del país y que podrían correr el riesgo de convertirse en «elefantes blancos» después del torneo.
Al igual que después de Sudáfrica 2010, varias de las gigantescas arenas construidas para Brasil 2014 podrían quedar libradas a su suerte, o más bien a un lento y progresivo deterioro.
En el futuro, sobre todo los modernizados estadios de Manaos, Cuiabá y Natal ya no podrán colmar su capacidad con eventos locales. Ninguna de esas ciudades tiene representación en el «Brasileirao» y el fútbol se acabará allí después del Mundial.
Y cuando haya pasado la euforia de las semanas mundialistas, volverá a resurgir la discusión de los «elefantes blancos». Se escucharán nuevamente los reclamos por los gastos millonarios que insumieron los estadios en vista de las crecientes desigualdades sociales y la pobreza extrema que aún hay en el país.
Los responsables políticos han tratado de presentar otras opciones para los estadios. Ya en 2013, la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, intentó tranquilizar a los ciudadanos durante la inauguración del estadio Mané Garrincha, en Brasilia.
«Este es un lugar donde se pueden realizar todo tipo de eventos, culturales y de entretenimiento. Existe la posibilidad de utilizar comercialmente esta arena», dijo sobre un estadio cuyo costo ascendió a 1.400 millones de reales (unos 626 millones dólares), el más caro de los 12 estadios mundialistas.
También el ministro de Deportes, Aldo Rebelo, descartó que los estadios de Manaos y Cuiabá vayan a permanecer vacíos tras el Mundial. «Fueron diseñados como lugares multifuncionales», aseguró el ministro.
Otros apelan a soluciones irónicas, como el juez brasileño Sabino Marques, quien sugirió emplear el estadio para mitigar el hacinamiento en las cárceles del país.
«Debemos utilizar el estadio como una solución provisional para distribuir desde aquí a los delincuentes hacia otras cárceles», afirmó.
Mientras tanto, funcionarios de la FIFA, las comunidades y los promotores inmobiliarios también aludieron a las múltiples posibilidades que ofrecen los estadios. «No siempre es visible lo que deja un Mundial de fútbol», dijo Niclas Ericson, director de la división de televisión de la FIFA.
El alemán Hubert Nienhoff, directivo de la empresa que construyó los estadios de Brasilia y Manaos y proyectó la modernización del Mineirao en Belo Horizonte, señaló que no siempre se pone énfasis en integrar funciones adicionales a una arena con el fin de incrementar su uso.
«Los estadios deben tener un valor de mercado más alto y ofrecer otras instalaciones para que puedan utilizarse los 365 días del año», señaló el directivo de la empresa «Gmp».
La elección de la ciudad amazónica de Manaos como sede del Mundial generó la mayor controversia internacional.
Si bien los habitantes se mostraron conformes de participar «in situ» del gran evento y tener un nuevo estadio, también subrayaron que hubiesen preferido que los millones de reales se invirtieran en escuelas, hospitales y otras instituciones sociales. Sobre todo, porque la ciudad no tiene un club profesional, ni tampoco un campeonato en la región amazónica.
Esto también vale para Brasilia, Cuiabá y Natal. El club más famoso en Cuiabá es el Mixto Esporte Clube, de la cuarta división. Pero al menos el 24 veces campeón del estado de Mato Grosso jugó hasta 1986 en la Serie A y seguramente los aficionados utilizarán el estadio Pantanal, con una capacidad de 41.112 espectadores.
Ya se anunció que el estadio, con un costo de 242 millones de dólares y reconstruido desde una perspectiva ecológica, se utilizará en el futuro para exposiciones y conciertos.
Pero aún la infraestructura es deficiente. De la planificada red de tranvía de 22 kilómetros y 33 paradas que llevará del aeropuerto al centro de la ciudad sólo se terminaron 100 metros. Esto también se aplica a la carretera de circunvalación Avenida Miguel Sutil.
También las inmediaciones de la arena das Dunas en Natal presenta inconvenientes. Allí se ven puentes en construcción o señales de advertencia para peatones en caminos de acceso. El Mundial terminó en Natal, pero la construcción sigue en marcha. Y tampoco en la capital de Rio Grande do Norte, en el noreste brasileño, hay un club de fútbol competitivo a nivel nacional.
Al menos en Curitiba es diferente: el club Atlético Paranaense no es sólo un reconocido club de primera división, también posee un estadio lujosamente renovado, ubicado en el corazón de esta metrópolis comercial.
El Arena da Baixada, con capacidad para 41.000 espectadores aún huele fuertemente a hormigón fresco. Pero sin duda, tras el Mundial de fútbol no se convertirá en el «elefante blanco» de la zona.