Muerte en Venecia


El derecho a morir en Venecia no es privilegio exclusivo de Gustav von Aschenbach, el polémico protagonista de la obra de Thomas Mann cuyo tí­tulo tomamos prestado para el presente comentario. La poesí­a inherente al acto de trascender hacia lo eterno utilizando como plataforma de lanzamiento la singular ciudad del Adriático, es capaz de tentar a cualquiera, incluido el literato norteamericano Ezra Pound.


Uno de los más singulares caracteres de la célebre Commedia veneziana es el llamado Il Medico della Peste. Este extraño personaje, con aguzado pico de cerní­calo, gafas protectoras y tricornio angular, es casi siempre escolta de la Muerte. Utiliza ungí¼entos aromáticos tras su exótico ataví­o para protegerse -según su perspectiva- de un eventual contagio.

Al particular émulo de Esculapio se lo representa frecuentemente ante la iglesia de Santa Maria della Salute, rara edificación octogonal de oscuro significado esotérico, que Baldasarre Longhena diseñó para celebrar que la peste negra hubiese respetado la ciudad gracias a la intercesión de Marí­a Santí­sima.

La tumba y el pájaro burlón. Cementerio de San Michele in Isola. Es una calurosa tarde de mediados de julio en el apartado pabellón destinado a los prosélitos de religión ortodoxa o rusa. Hemos hollado la suave e irregular arena que nos lleva a la tumba de Igor Stravinski, de su mujer Vera y de Serge Diaghilev, su querido amigo y promotor.

Apenas hacemos un giro en redondo para sortear el portón de hierro y, en el recinto de al lado, bajo el número 55, aparece la tumba del poeta estadounidense Ezra Pound, de rara prosapia e inclaudicable búsqueda de los recursos de la Antigí¼edad clásica.

Aquí­ se gesta un fantástico episodio: al terminar la respetuosa visita a la tumba de Stravinski, un pájaro nos ha seguido. Hace mucho calor, y el azar incentiva acaso a la imaginación que nos reedita la escalofriante escena final de Marí­a, la hermosa novela de Jorge Isaacs.

¿Habrá sido esa imaginación, calenturienta como el dí­a y alimentada por la lectura de The Raven, de Edgar Allan Poe, la que nos haya hecho testigos del inusual hecho?

Lo cierto es que aquel pajarraco -que no es el Oiseau de feu del genial compositor ruso- se posa por instantes en la elevada cornisa de la derecha y lanza un horrible graznido con tornasoles de carcajada burlona.

Son las dos de la tarde y la luminosidad de la laguna véneta delinea con precisión a hombres y fantasmas; en otro momento y lugar, hubiésemos partido al galope por un llano en penumbra tras las despavoridas huellas de Efraí­n, agobiado protagonista de la novela de Isaacs.

El grandote Jorge. Nunca nos habí­amos preguntado por el origen de su nombre ni por la extraña composición de su Tempestad, actualmente en la Accademia veneciana.

En su obra Vidas de pintores, escultores y arquitectos, Giorgio Vasari narra la historia de Giorgio di Castelfranco, a quien la historia del Arte ha llamado simplemente Giorgione, por su elevada estatura.

Habiendo experimentado una enorme influencia de Leonardo (Lionardo lo llama Vasari) da Vinci, Giorgione se transforma en un maestro del chiaroscuro mediante el uso de esas ambientaciones casi fantásticas que nos abruman a nuestro pesar.

Sin embargo, no tiene parangón su gusto por las mujeres desnudas fuera del ambiente de una recámara, contrastantes con figuras de soldados que miran, o lujuriosos fondos de nubosidad amenazante. Me equivoco: lo tendrá en los inicios del Impresionismo y en la controvertida Déjeuner sur l»herbe, de Edouard Manet.

Lo cierto es que, con colorida nostalgia, Vasari narra la muerte de Jorge el Grandote, o simplemente de Giorgione. Su amor por una dama veneciana lo obliga a permanecer en la ciudad amenazada por la peste. La ignota amada contrae el mal en 1511, y el pintor permanece por solidaridad a su lado, arriesgando un contagio que inexorablemente se produce.

De nada sirven las pócimas, los aromáticos ungí¼entos ni las mágicas esencias que se ocultan tras la máscara del Medico della Peste» Giorgione muere al cabo de una semana, ví­ctima de la misma inexplicable dilación que atará a Gustav von Aschenbach al joven Tadzio (Tadrio en algunas versiones) y a un mortal Lido veneciano.

¿Olvidaremos alguna vez a Dirk Bogarde -en el filme de Luchino Visconti- ridí­culamente pintarrajeado, con su inmaculado traje blanco y su sombrero tártara de cintas, abstraí­do ante la grácil figura del jovencito Tadzio, vestido de marinero, con largos cabellos y gentil apostura? ¿Qué mágica relación existirá entre la mujer semidesnuda que amamanta a un niño en medio de relámpagos, y la extrapolación del grotesco personaje? Lo cierto es que Giorgione muere en Venecia atado por invisibles hilos a la tierra» o al agua, vaya usted a saber.

Una llave extraviada. «Papá no quiere curas en su funeral», reza el final de la retorcida correspondencia impresa en un diario í­ntimo. Hablamos de La Chiave, hermoso y revelador film de Tinto Brass: el profesor Rolfe sabe que se muere y así­ lo desea; sabe que su mujer, Teresa, encarnada por la generosa figura de Stefania Sandrelli, ha descubierto la pasión en Lazlo, conforme a la truculenta relación que el mismo profesor Rolfe ha urdido.

El cortejo fúnebre, integrado por góndolas revestidas de ropones y colgaduras, se dirigirá hacia el Cimitero di San Michele in Isola, que alberga los restos mortales de Ezra Pound, Igor Stravinski, Serge Diaghilev, Helenio Herrera, Jozef Brodsky y Luigi Nono.

¿Y saben qué? Lazlo, prometido de Lisa, hija de Teresa y Nino Rolfe, ha aprovechado entretanto su talento fotográfico para resaltar algunos detalles no muy conocidos de la obra de Giorgione. Obviamente, no es una coincidencia.

Morir en Venecia. No se podrá jamás averiguar si Richard Wagner quiso realmente morir en Venecia o si fue la equí­voca diosa Fortuna quien lo ató al Palazzo Vendramin-Kalergis. El relato de Cósima, su mujer, no es esclarecedor en cuanto a dicho extremo.

Sabido es que Cósima anotaba en un diario los sueños que «R» le relataba al despertar. Durante la noche del 10 al 11 de enero de 1883, luego de permanecer por varios meses en Venecia, Cósima escuchó a «R» proferir la siguiente frase: «Si í‰l me ha creado», ¿quién se lo ha ordenado?».

Igualmente, el músico sueña reiteradamente con las mujeres que han ocupado un sitial en su vida: su primera esposa, de nombre Minna, y Mathilde Wesendonck, inspiradora principal de sus Wesendonck Lieder, a su vez prefacio del Tristan. Wilhelmine Schrí¶der-Devrient y Friederike Meyer sacuden también su vulnerable inconsciente.

En la mañana del martes 13 de febrero, Cósima se sienta al piano y ejecuta con fluidez el tema del Trí¤nenregen (Lluvia de lágrimas) conocido Lied de Schubert. Su hijo Siegfried, que nunca ha escuchado a su madre al piano, se sorprende de la ejecución y relata que Cósima mezcla las lágrimas propias con las de la inmortal canción schubertiana.

Dos horas después, Wagner pide quedarse solo: sufre de espasmos. Nadie conocerá jamás lo ocurrido en ese lapso pues el propio relato de Siegfried es confuso. El niño ve a su madre precipitarse, con apasionado dolor, en la habitación del moribundo, pero este no tiene ya consciencia alguna. El proceso de transfiguración, esperable en el poeta e iconoclasta creador, será diferido hasta Richard Strauss.

Vivamos en Venecia; una ciudad condenada a la destrucción no podrá pervivir sin la conciencia de los vivos. La carne muere: ello significa precisamente Carnevale, uno de los sí­mbolos distintivos de la mí­tica urbe. Quizá si endosamos las máscaras del Carnaval veneciano: Scaramuccia, Brighella, Tartaglia, Il Capitano, Mezzetino o Pantalone, podamos renovar con ellos el ciclo de la vida pues, en tanto que esta exista, habrá esperanza.