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Ya lo conocía, y no. Lo había leído, lo había visto en un par de reuniones, ya lo conocía y no, porque ahora que lo conozco, que forma parte del inventario de mis afectos, ahora que ha dejado en mi un cúmulo de inquietudes y de conocimientos, ahora además, lo reconozco.Y no sólo yo, y no sólo con quienes en momentos de tertulia agradecemos su cariño, su tiempo, sus conocimientos, su experiencia, no sólo nosotros, ni sólo aquellos que fielmente lo leen cada semana en ese espacio derecho (contrario a su pensamiento) de un periódico matutino.Ahora lo reconocen con un premio, merecido, merecidísimo que lleva el nombre de un Nobel, ahora se le aplaude, como debe ser, quizá no se le aplaude lo suficiente aún, porque talvez el premio en sí (que reconoce el valor de su obra, extensa, variada, escrita con pasión, con razón, con tenacidad) no abarca lo que la obra en su conjunto representa como aporte y legado para las letras, el periodismo y a la investigación académica nacionales.Entre sus aportes no se pueden dejar de mencionar Los demonios salvajes, Los epigramas, El ángel de la retaguardia o La ideología y la lírica de la lucha armada.
Porque es así, Mario Roberto, no es sólo el escritor laureado, ni el columnista polémico y temerario, ni el doctor de la universidad de Pittsburgh, ni el profesor de la University of Northern, Iowa, es, sobre todos esos logros, un ser humano maravilloso, nada egoísta, amistoso, sencillo y transparente, un hombre que da, que comparte, que estimula el pensamiento y los sueños.Aunque algunos no lo piensen así, aunque algunos sientan algo de resquemor y de envidia, aunque algunos no han tenido el gusto de reconocerlo, como yo.Es, para mí, un maestro, un amigo y una voz que tiene mucho que decir. Salud por el premio, por toda tu obra, salud por ti.