Montesquieu


Eduardo Blandón

Uno quisiera leer un libro en el que, con un tí­tulo como éste, se pudiera conocer de manera ordenada y sistemática las principales ideas de un autor. Un libro en el que con un lenguaje sencillo, de manera progresiva y sin alardes retóricos se conociera «grosso modo» el pensamiento de un filósofo importante, justo como éste. Pero no siempre las expectativas quedan cumplidas, sea porque el autor que presenta al pensador no es sistemático, por las complicaciones de una buena traducción o por otras causas no siempre fáciles de conocer.

El presente libro frustra de alguna manera porque Starobinski no es ordenado, dificulta la comprensión de un hilo conductor y ofrece la impresión de que es un tratado que comenta sólo algunas partes que interesan (a Starobinski, por supuesto). De modo que los aspectos filosóficos del autor y su contribución al derecho quedan dispersos en un texto que al final sólo puede ser bien guardado en un anaquel esperando libros más completos o simplemente mejor presentados.

De cualquier forma y tratando de rescatar algo del libro, hay cosas salvables. En primer lugar, la obra puede ser un perfecto complemento para quienes conocen algo de Montesquieu. Starobinski se esfuerza en realidad por comentar la obra del pensador francés y trata de ofrecer claves de lecturas. Pero hay algo más, el libro no es un canto laudatorio al autor, en ocasiones hay un esfuerzo por presentar una crí­tica tratando de señalar las limitaciones del pensador y las ideas que incluso eran simplemente un refrito de otros filósofos.

Otro punto a favor del libro es que al final de éste aparecen textos propios de Montesquieu, una especie de antologí­a general, que ayudan a tener un encuentro directo con la voz del filósofo. Starobinski escribe en una lí­nea cuál es la clave para entender el texto y lo ofrece como guí­a interpretativa al lector. Hay cosas en este apartado verdaderamente interesantes que, aunque no sustituyen el acercamiento directo a libros escritos por el mismo pensador, son una ayuda para abrir el apetito investigador y una aproximación al mundo del teórico francés.

Finalmente, dos cosas hacen que el libro no sea desechable totalmente: su aparato crí­tico y el apartado de testimonios de algunos contemporáneos de Montesquieu. Sobre el primer punto quizá no sea necesario insistir sobre su valor. Contar con una sugerencia bastante amplia de libros alrededor del pensador o, incluso, obras editadas por él mismo es algo que no tiene precio. Son una guí­a importante que al estudioso le ahorran tiempo y trabajo. Sobre lo segundo, debe decirse que los testimonios configuran una especie de punto final para la comprensión no sólo de la personalidad del filósofo, sino también el valor del recibimiento de sus ideas.

Dicho lo anterior, presento algunos aspectos generales de la obra de Starobinski. En la primera parte, se introduce el libro con una especie de biografí­a de Montesquieu. Aquí­ se señalan aspectos relacionados con su psicologí­a, el carácter de su obra y su peregrinaje vital. En general, se presenta a un autor cuya vocación para las ideas guió toda su existencia y que Starobinski resume en una idea entresacada de la obra del propio francés: «Mi alma se interesa de todo».

Montesquieu da la impresión, según sus escritos, de ser un personaje simple, feliz, entregado al saber y con poco aprecio por lo amoroso. Lo del amor no era lo suyo, aunque confiesa que a los treinta y cinco años todaví­a amaba. Era una cosa ?esto del amor? que le parecí­a muy trivial y cuyo reto carecí­a de sentido, muy fácil, afirma. En sus pensamientos dice: «Bastante me gustó decir tonterí­as a las mujeres y prestarles servicios que cuestan muy poco». Y en sus galanterí­as parece quedar evidenciado.

«No sé si os dije ayer cuánto os amo, cómo me entrego y cómo me siento vuestro. Cada vez que os veo, cada vez que me escribí­s, me parece que os amo mucho más. Tengo mil cosas que deciros. No os he dicho nada; no me conocéis; ¿a qué se debe que os ame?»

Starobinski presenta a Montesquieu como una persona tí­mida, generosa y hasta cierto punto religiosa, pero cruel y a veces intolerante. En sus escritos se adivina esa ironí­a y esa dureza con que trata a sus adversarios. Yo decí­a de Voltaire, expresa Montesquieu, es un problema saber quién le ha hecho mayor justicia: los que le han dedicado mil elogios o los que le han dado 100 bastonazos.

Montesquieu fue un espí­ritu libre cuya actitud le trajo problemas personales con muchos: los jansenistas, los jesuitas, la Sorbona y la comisión del índice. Se declara creyente respetuoso, afirma que la religión es necesaria (sobre todo para el pueblo), pero critica duramente al cristianismo. Así­, infatigablemente confronta sus dogmas con la fe musulmana, explica la historia sin recurrir a la Providencia, demuestra la maldad polí­tica del monacato, de las riquezas de la Iglesia y protesta, finalmente, contra la inquisición. Starobinski dice que Montesquieu prescinde de Cristo, pues no siente la necesidad de contar con un mediador entre Dios y él. Pero como buen deí­sta, necesita una causa primera que garantice la simplicidad y la constancia de las leyes de la naturaleza.

«No hay pecado original, no hay caí­da que exija contrición y reparación. La ’naturaleza de las cosas’ es prueba del dominio de la ley fí­sica, en continuidad con la intención divina. No tenemos ningún motivo para creernos abandonados, pues el mundo de Dios no está en otra parte».

Con respecto a la libertad, Montesquieu dice que lo es todo en la vida de los seres humanos, una especie de aspiración que conduce a los espí­ritus desde la plena juventud. De hecho, dice, el primer acto de la inteligencia es liberador. Desafortunadamente la libertad se ha prestado a diversas interpretaciones y en nombre de ésta se han cometido atrocidades.

«No hay otra palabra que haya recibido más significados diferentes ni que haya llamado más la atención de los espí­ritus de tantas maneras como la palabra libertad», dice en «El espí­ritu de las leyes».

Las leyes de diversos órdenes tienen el propósito, según Montesquieu, de contener el exceso de libertad en todos los dominios. Se necesita no sólo que haya leyes sino diversos órdenes de leyes.

«Como criatura sensible, queda sometido a mil pasiones. Semejante ser podrí­a en cualquier instante olvidar a su creador; Dios lo ha llamado por las leyes de la religión. Semejante ser podrí­a, en cualquier instante, olvidarse a sí­ mismo; los filósofos lo han advertido por las leyes de la moral. Hecho para vivir en sociedad, podrí­a olvidarse de los demás; los legisladores lo devuelven a sus deberes por medio de las leyes polí­ticas y civiles».

Eso es todo lo que se puede decir hasta aquí­. La presente obra, aún con la crí­tica realizada al inicio, le conviene para conocer una de las mentes más brillantes con que ha contado la humanidad. Puede adquirirla en el Fondo de Cultura Económica.