Monterroso, los libros y el idioma


Virsa Valenzuela Morales

Con motivo de iniciarse las celebraciones del dí­a del idioma español y del libro (ambas el lunes 23 de este mes), quiero exponer algunas ideas, con respecto a las anteriores efemérides, vinculadas a un escritor guatemalteco, Augusto Monterroso y es que, en efecto, Tito está í­ntimamente ligado a estas conmemoraciones.


En Monterroso ha existido una misión trascendental de elevar el idioma español a la categorí­a de lengua artí­stica y, por lo tanto, hacer un objeto que conmueve aún con el paso del tiempo. Esta misión de dotar al lenguaje de frescura, de darle alas para llegar más lejos es uno de los rasgos que claramente distinguen a Augusto Monterroso, pues su brevedad y concreción, tantas veces comentadas por la crí­tica definen un estilo literario limpio, pero no por ello desprovisto de dos elementos sustanciales del idioma: su capacidad expresiva y belleza.

Monterroso es un renovador de la prosa castellana, condensa muchas ideas en poquí­simas palabras y la crí­tica que sobre él se hace supera grandemente el número de caracteres de sus obras. í‰l crea una concepción particular del lenguaje (aunque debo recalcar que cada escritor hace lo mismo) a partir de entender el concepto de obra «monumental» no por lo voluminoso de un texto, sino por la agudeza y sacudida de sus escasas palabras.

El mismo Tito Monterroso refiere que a partir de una frase: «no escriba, telegrafí­e», comienza su misión de condensar, de usar las palabras en su justa medida, de ahí­ los finales u otras expresiones lacónicas que leemos en sus fábulas; cito algunos ejemplos: «Lo único malo de irse al cielo es que allí­ el cielo no se ve», en Paraí­so imperfecto; «íšnete siempre a los filisteos», en Sansón y los filisteos; «Y así­ el bien se salvó una vez más», en Monólogo del mal; «Ahora comprendo que todo es relativo», en La Jirafa que de pronto comprendió que todo es relativo, y «Fue fusilada», en La oveja negra.

Estas expresiones confirman que si se quiere reducir una fábula de Monterroso es dejarla inválida, pues cualquier palabra que se quite dejará un notorio vací­o. Esto, por su puesto, no es cosa del azar; denota un cuidadoso trabajo del escritor, quien como afirma Enrique Gómez Carrillo, hace un trabajo de orfebre con las palabras. Con sumo cuidado escribe, lee, tacha, vuelve a escribir, pule y afina el lenguaje que, en manos de un artista se deja moldear y acariciar. Esto confirma su frase «todo trabajo literario debe corregirse y reducirse siempre: Nulla dies sine linea. Anula una lí­nea cada dí­a».

Este oficio, primero de escribiente antes que de escritor, afirma la estética monterrosiana de la brevedad, manifestada en el texto «Fecundidad» en Movimiento perpetuo: «Hoy me siento bien, un Balzac, estoy terminando esta lí­nea»; sí­, la Comedia Humana reducida a una lí­nea y es pues, a su modo de conceptualizar el arte de escribir, toda la sabidurí­a humana o todo el intelecto cabe en un renglón, de ahí­ que, como manifiesta en la compilación de reflexiones llamada Viaje al centro de la fábula sienta tristeza de que el famoso texto «El dinosaurio» sea considerado un cuento cuando en realidad es, ni más ni menos, que una novela. ¿Novela?, nos preguntamos con angustia e incertidumbre, pues sí­, la riqueza de un idioma que expresa en pocas palabras un universo entero (prueba de esto son las varias interpretaciones que se han hecho sobre el conocido dinosaurio). Esto nos conduce a ver en Monterroso un visionario de la posmodernidad y la inmediatez. En más de una ocasión refuta las obras largas, las novelonas, argumentando que en este mundo tan de prisa, si un escritor quiere ser leí­do, debe escribir algo breve, quizá se pasa de irónico pero no deja de tener verdad: estos tiempos ya no son los del lector de antaño, el que leí­a cómodamente en un jardí­n; el lector contemporáneo es como la misma humanidad actual, un lector del instante, fugaz, luminoso si se quiere, pero al final de cuentas efí­mero y que quizá sólo se ejercite en el leer, pero jamás en releer, porque para eso ya no hay tiempo.

Otro concepto que apunta a la riqueza lingí¼í­stica la manifiesta Monterroso en los palí­ndromos, o sea esas frases juguetonas y traviesas que pueden leerse igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, y que Tito se entretiene en crear o compilar: «Dábale arroz a la zorra el abad»; «Anita lava la tina»; «Oní­s es asesino».

También podemos mencionar el que Monterroso cita con vergí¼enza por escatológico: por eso, lo escribiré en letras más pequeñas: «Acá caca», y el que le encantaba por ser un total artificio, el palí­ndromo de los palí­ndromos, en el que cada palabra es también, a su vez, un palí­ndromo: «somos seres sosos, Ada, sosos seres somos». Sin faltar, por su puesto, la doble interpretación del primer verso de la í‰gloga Primera de Garcilaso de la Vega, aquella que dice: «El dulce lamentar de dos pastores», y que Monterroso lo recrea así­: «El dulce lamen tarde dos pastores». O bien cuando gusta de transformar las frases consagradas como la que decí­a Heráclito de que no nos bañamos dos veces en el mismo rí­o y que Tito deforma al expresar: «cuando el rí­o es lento y se cuenta con una buena bicicleta o caballo, sí­ es posible bañarse dos (y hasta tres, de acuerdo con las necesidades higiénicas de cada quien) veces en el mismo rí­o».

El tercer aspecto que quiero recalcar es la fijación de Augusto Monterroso por todo lo que se refiere al mundo del escritor, conformado por el lector, el libro, la biblioteca, el crí­tico, la obra, los autores, los eventos artí­sticos, los premios y los reconocimientos, cómo nace el escritor, qué hace el escritor. Para ese mundo de fantasí­a, al que muchos aspiran en secreto pertenecer, Tito les advierte en La letra e: «si un dí­a entras en él verás que es un mundo triste; a veces un pequeño infierno, un pequeño cí­rculo infernal de segunda clase en el que las almas no pueden verse unas a otras entre la bruma de su propia inconciencia».

Esta temática de todo lo referente a escritores y libros aparece desde su primer texto Obras completas (y otros cuentos) en donde conocemos a Leopoldo, el escritor que no escribe; también está en La oveja negra y demás fábulas, por ejemplo, en El Mono que querí­a ser escritor satí­rico, y que finalmente ya no puede escribir nada porque censurarí­a los vicios de sus amigos y entonces éstos le condenarí­an. También se repite en Movimiento perpetuo, La letra e, La palabra mágian y Los buscadores de oro, pero alcanza su mayor desarrollo en Lo demás es silencio, novela que se convierte en paradigma de la falsa cultura.

Monterroso recalca constantemente que el escritor no debe improvisar, y que si el libro es malo mejor conviene seguir su consejo: «Las obras muy malas deben ser editadas por el Estado a todo lujo, empastadas en piel y con ilustraciones, para hacerlas prohibitivas a los pobres y, a la vez, tener contentos a la mayorí­a de los poetas y novelistas»; y es que para Tito un libro malo mata más que las balas, de tal suerte que mientras menos personas puedan comprarlo, mejor. También censura a los intelectuales de apariencia que se contentan con tener libros y libros como adorno y aquí­ es necesario anotar una extensa reflexión sobre ello: «Uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros (…) En cuanto uno empieza a sentir la atracción de estos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la maní­a de comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a simples conocidos. ¿Cómo tiene lugar este proceso? Un dí­a está uno tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: ¡cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como si el amigo dijera: ¡qué inteligente eres!, y el mal está hecho. Lo demás ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más inteligente… así­ es la vanidad de poseer muchos libros». Y quien quita que Monterroso, para escribir lo anterior, no se haya inspirado en alguno de nosotros y muchos de quienes leemos esto seamos poseedores de la que él denomina «cultura lacustre, es decir una cultura llena de lagunas».

El mal de los muchos libros los agobia: «Veo tantos libros nuevos que por enésima vez agradezco al Innombrable no haberme hecho crí­tico». Pero, para Monterroso el libro es una conversación, aunque por momentos se deprime, como puede leerse en La palabra mágica, de que los buenos libros no sean más que eso, «buenos libros», que «sirven para señalar los vicios, las virtudes y los defectos humanos, pero no para cambiarlos».

Y en su angustia de que la inteligencia y el arte estén en franca degeneración da un consejo lapidario, pero quien sabe si acertado: «Poeta, no regales tu libro; destrúyelo tú mismo», o bien asume la postura del humor, quizá la forma más aguda de censura, y ejemplifica los «mentideros intelectuales» con frases que se disfrazan de erudición como aquella de: «Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista».

Finalizo este artí­culo con el señalamiento monterrosiano de reconocerse a sí­ mismo, más como un lector que como un escritor, pero que no obstante, como él mismo refiere en La letra e, hizo que su escritura se basara «fundamentalmente en los problemas del hombre como tal, del hombre de cualquier época y de cualquier latitud; y más restringidamente, en los problemas de la literatura en sí­, como arte universal», y con el mérito de ser un escritor del «Cuarto Mundo Centroamericano», que aspira como refiere el prólogo del Quijote a que el libro sea el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse…