La aceptación de la renuncia de Monseñor Rodolfo Cardenal Quezada Toruño, como Arzobispo de la Arquidiócesis de Santiago de Guatemala, produjo en su momento extrañeza e incluso especulaciones respecto a por qué lo intempestivo de la decisión del Papa Benedicto XVI.
No se nos olvida cuando estaba por nombrarse, hace nueve años y medio el Arzobispo, cuando Monseñor Quezada nos indicaba la importancia que para la Arquidiócesis tenía dicho nombramiento, aunque él consideraba que el Santo Padre, en aquel entonces Juan Pablo II, posiblemente no lo tomaría en cuenta porque por su edad únicamente le quedaban poco más de cinco años para ejercerlo. A lo que nosotros le indicábamos que lo mejor que podía suceder en la Arquidiócesis era su nombramiento. Así sucedió y creemos que, la dinámica que impuso el Cardenal ha sido beneficiosa a la Iglesia Católica.
El afecto y el cariño que profesamos a Monseñor no es de ahora -que es cuando menos cercanía hemos mantenido-, sino viene desde la convocatoria a los distintos sectores de la sociedad civil para el Diálogo Nacional realizada por la Comisión Nacional de Reconciliación, cuya presidencia ejerció hasta su disolución, como representante de la Conferencia Episcopal de Guatemala, rol que, junto al de Conciliador del Proceso de Paz y Presidente de la Asamblea de la Sociedad Civil, no ha sido suficientemente reconocido ni valorado por el aporte que se dio al logro de la firma del Acuerdo Paz Firme y Duradera.
En efecto, de ese diálogo, surgieron los sectores que participamos en las conversaciones con la insurgencia armada, estableciéndose el carácter distintivo de las negociaciones de paz de Guatemala que, a diferencia de otros procesos que pretendían un cese al fuego permanente, acá se abarcó lo que se llamó la agenda sustantiva -que se suponía daba tratamiento y resolución a los temas que habían dado como resultado el surgimiento del enfrentamiento armado interno- que justo es decirlo, implicó una negociación mucho más larga y compleja, en cuanto a los formatos de conciliación, facilitación y mediación por parte de entes y personas nacionales e internacionales.
Cabe a Monseñor Quezada, como conciliador y a un grupo de personas provenientes de las organizaciones de la sociedad civil, pese a las condiciones adversas que prevalecían en sus inicios, asumir el compromiso y riesgo de llevar adelante ese proceso paz en el que muy pocas personas creíamos y participábamos -ahora, después de los resultados, no hay quien diga no, más aún aparecen como adalides del mismo-.
En ese difícil camino hacia la paz, hubo momentos en que Monseñor lo recorrió solo y, quizás su vocación pastoral y religiosa, le dio fuerza y valor para llevarlo hasta el final, no obstante frustraciones e incluso deslealtades tanto de autoridades gubernamentales como de la insurgencia y, por qué no decirlo, de organizaciones civiles. No se nos olvida cuando en el marco del gobierno transitorio de Ramiro de León Carpio (q.e.p.d.), se le agradeció su labor como conciliador del proceso de paz dejándolo fuera de las negociaciones directas, nombrándolo por Acuerdo Gubernativo en 1993 «Conciliador Vitalicio», nombramiento que ostenta y que en muy pocas oportunidades ha sido recurrido y cuyo último logro fue el avenimiento y acuerdo entre las autoridades de la Usac y el grupo estudiantil EPA, para lograr dar fin a la ocupación de las instalaciones de esa casa de estudios.
Quizás una de las mayores incomprensiones que hubo de sufrir y que nosotros mismos sufrimos, fue el hecho que no se entendiera que mientras avanzaban las negociaciones y se llegaba a los acuerdos parciales que darían como resultado el Acuerdo de Paz Firme y Duradera, había que ir creando las condiciones para la reinserción de todos aquellos involucrados en el enfrentamiento armado de manera directa: se hablaba en aquellos días de insurgentes, miembros del Ejército que quedarían fuera de éste, ex patrulleros de autodefensa civil, y miembros de la Policía Nacional y otros cuerpos de seguridad que serían desmantelados a efecto de que cuando se firmara el último acuerdo parcial, el Estado de Guatemala y su gobierno contaran con «las pistas de aterrizaje» -así les llamábamos en aquellos momentos-, para que la transición de la guerra a la paz fuera mucho menos dificultosa.
Si bien debe entenderse el proceso de paz guatemalteco como una construcción social, el papel de las personalidades y organizaciones, en mayor o en menor grado tuvieron una influencia definitiva en ese proceso. Tal el caso de Monseñor Rodolfo Cardenal Quezada, quien de una manera creativa, desde la convocatoria al Diálogo Nacional, su rol como Conciliador directo en las negociaciones de paz, el empeño en el trabajo como Presidente de la Asamblea de la Sociedad Civil, y como presidente de la Fundación Casa de la Conciliación, fue fundamental.
Ahora que deja la Arquidiócesis, como él señaló, con tres años y medio de atraso, queremos dejar constancia del reconocimiento que le tenemos al pastor y conciliador, invitándolo a que haga partícipe a este su pueblo, de esa memoria viva de uno de los períodos más importantes de la historia de la patria, en la que él ha sido un digno protagonista.