La sociedad maya ha creado a lo largo de miles de años mitos donde funde la sociedad y la naturaleza de su entorno. Bordados con las plumas del corazón del cielo, presento dos de los mitos sacros que mayor identifican a las distintas etnias mayas de Guatemala.

PAXIL, EL LUGAR DE ORIGEN DEL MAÍZ
Hace muchísimos años existió un anciano a quien llamaban Xajal mama’, quien tenía una hija cuya belleza era conocida por todos y era la admiración de cuantos jóvenes la observaban. Esto no era difícil, ya que acostumbraba entretenerse en el patio de su casa tejiendo.
Uno de sus más fervientes admiradores era un joven llamado Quiché Winak. Constantemente transitaba frente a su casa. Hasta que un día se animó a hablar con ella. Solamente se atrevió a hacer comentarios sencillos, como qué bonito estaba su tejido, cuánto calor hacía y cosas por el estilo. Sin embargo, la barrera del silencio había sido rota. Quiché Winak estaba convencido de que si la joven le había dado conversación era porque no le era indiferente el muchacho.
Poco a poco, lo que había surgido como una atracción de muchachos fue convirtiéndose en un tierno amor. Así que Quiché Winak le informó a su amada que pronto visitaría a su padre el casamentero, para entablar el proceso del matrimonio. En ese tiempo se acostumbraba que un anciano respetable presentara a las familias de dos jóvenes dispuestos a casarse.
A pesar de que Quiché Winak consiguió al más respetado casamentero de la región, Xajal mama’ se opuso a la boda. Consideraba a su hija demasiado bella para un joven que, a su parecer, era un pobre recolector de plumas. Quiché Winak se dedicaba a vigilar a los quetzales machos. Así, cuando llegaba la época de soltar su larga pluma, Quiché Winak las recogía y luego las vendía a los comerciantes que las llevaban a los nobles de las grandes ciudades. Era un trabajo arduo, porque no podía lastimar a las aves sagradas.
Sin importar la oposición de Xajal mama’, los jóvenes seguían enamorados. Pero no sabían cómo solucionar el problema de la oposición de Xajal mama’. Un comerciante, que compraba plumas a Quiché Winak, le contó que su suegro tampoco quería conceder la mano de su hija, por lo que ambos decidieron fugarse una noche. Esta idea no le pareció mala a Quiché Winak, ya que él había hecho todo lo que estaba en sus manos para vencer la oposición de Xajal mama’.
Una tarde que regresaba del mercado, Quiché Winak pasó frente a la casa de su amada y le informó rápidamente de sus planes. La joven, aunque amaba profundamente a su padre, estaba convencida de que era tal vez la única solución, ya que Xajal mama’ le había contado que pensaba darla en matrimonio al hijo de uno de los nobles vecinos. Por eso, ambos enamorados planearon la huida para esa misma noche.
Quiché Winak contaba entre sus poderes con el don de transformarse, tomó la forma de un precioso gorrión con plumaje vistoso y de singular belleza. Voló a un naranjo situado en el patio de su amada, saboreando la miel de los azahares. Ella, según lo planeado, pidió a su padre que lo capturara para tomarlo como modelo en sus tejidos. El anciano tomó su cerbatana y lanzó al gorrión un pequeño proyectil, a cuya consecuencia este cayó herido y luego fue apresado.
El padre de la niña llevó al gorrioncillo a su habitación, pero no soportó su compañía esa noche porque no lo dejaba dormir, pues piaba lastimeramente. Xajal mama’ pensaba que era a consecuencia de las heridas. Por eso, decidió llevarlo al cuarto de su hija en donde permanecería toda la noche.
Quiché Winak volvió inmediatamente a su forma humana y ambos enamorados huyeron por la ventana, aprovechando la protección que le daba la oscuridad de la noche.
A temprana hora del siguiente día, Xajal mama’ notó la desaparición de su hija y la del gorrión. Pidió a su esposa que le alcanzara los lentes con los cuales podía distinguir lo que sucedía a grandes distancias. Con ellos localizó a su hija que, acompañada de Quiché Winak, se encontraba en el fondo del decimotercer mar. Tomando nuevamente su cerbatana Quiché Winak salió de su casa, dispuesto a matar al raptor de su hija para poder recuperarla.
Al llegar al mar, apuntó su cerbatana hacia ellos y disparó. Unos instantes después, brotó una mancha roja en la superficie del mar. Xajal mama’, creyendo haber matado al hombre que tenía cautiva a su hija, se retiró satisfecho. Pero aquello no era sangre sino unas flores que los perseguidos soltaron para engañar al anciano.
Mientras eso sucedía, Quiché Winak y la joven ganaban tiempo. Salieron del mar por un lugar en donde no podrían ser vistos y empezaron a ascender al cerro Paxil. En varios tramos de la subida construyeron muros de piedras, para evitar el avance de su perseguidor. El anciano, al cerciorarse del engaño de que había sido objeto, siguió persiguiendo a los jóvenes pero como no logró alcanzarlos abandonó su caminata y le habló a dos gavilanes para que ellos les dieran alcance, pero tampoco lo lograron.
Los jóvenes llegaron a la casa de un rabinalero, a quien Quiché Winak le dejó a la muchacha recomendada por siete años, indicándole que, al cumplirse ese tiempo, la depositara en una cueva del cerro y que le dejara tres grandes cirios para alumbrarse. Luego Quiché Winak, se despidió de su amada prometiéndole que, pasado ese tiempo, volverían a encontrarse para estar siempre uno frente al otro. Luego, cumplió con su destino, se remontó al cielo transformándose en el Sol.
El rabinalero cumplió el encargo, tal como le fue encomendado. Buscó en el cerro Paxil una cueva cuya entrada tenía una pequeña abertura y allí dejó a la muchacha. Ya en la cueva, ella también cumplió con su destino y se convirtió en el maíz.
Por mucho tiempo nadie supo que en ese lugar existía el maíz. En ese tiempo, las personas se alimentaban de patz’pam (quequexque). Sin embargo, no era suficiente esa comida para satisfacer a toda la población. Muchas personas sufrían hambre.
Un día, un gato montés descubrió que, dentro de aquella cueva había maíz, el cual se sirvió para alimentarse. Descubrió que era un buen alimento y continuó visitando la cueva. Ya no comía patz’pam y era cada vez más robusto. Su amigo el zorro observó que no se alimentaba de patz’pam y sin embargo tenía fuerzas suficientes y parecía cada día más saludable. Entonces le preguntó:
-¿Qué has estado comiendo?
-Nada más que patz’pam – respondió el gato.
-Pero yo no te he visto comerlo y siempre tenés fuerza -insistió el zorro.
-Pues sólo eso he comido -concluyó el gato y dando la vuelta se dirigió a otros rumbos.
El gato seguía llegando a la cueva, y el zorro intrigado por averiguar con qué se alimentaba su amigo, lo siguió hasta descubrir el maíz de la cueva, el cual le gustó tanto que comió hasta la saciedad.
No tardó mucho tiempo sin que el zorro divulgara el acontecimiento. Y los humanos también quisieron aprovecharse del nuevo alimento. Muchas personas quisieron romper la roca, pero como nadie lo logró, recurrieron a los 13 hermanos Trueno.
Pasaron los doce mayores, pero ninguno pudo destruir la piedra y, al llegar su turno al más pequeño, pidió a sus hermanos lo dejasen solo un momento que luego haría su propio intento. Como consideraba que aquella roca era demasiado dura dispuso valerse de un ardid, buscó a un amigo suyo que tocaba arpa y le rogó hiciera sonar su instrumento alrededor de la piedra y le dijera cuál era la parte más sensible, por donde pudiera romperse fácilmente.
El músico rápidamente descubrió la parte frágil y dio aviso a su amigo trueno, quien al momento soltó su descarga que hizo añicos la roca. Pero no solamente la roca sufrió las consecuencias de la descarga, también el maíz, pues el fuego quemó gran parte de éste, otra parte sólo se doró, y el resto conservó su color blanco. Ya abierta la cueva, toda la gente penetró en su interior y tomo maíz, el que luego sembró. Unas personas llevaron granos negros, otras colorados y el resto, blancos, los que muy pronto se expandieron por toda la región.
Desde entonces, el maíz y el Sol se ven todos los días y expresan su amor alimentando a los humanos.
LOS ORÍGENES DE LA MONJA BLANCA
Y EL ESPÍRITU DEL AGUA
En tiempos antiguos, Tzultak’a, señor de los dueños de los cerros, le pidió a sus servidores que produjeran todo tipo de plantas beneficiosas a los seres humanos.
En agradecimiento, los seres humanos ofrendaban a Tzultak’a parte de sus cosechas, ofrendas de copal, velas y oraciones. Los señores de los cerros también eran agasajados, pues cuando los humanos les pedían venados, aves y otros animales para alimentarse, los señores recibían sus propias ofrendas.
Tzultak’a vivía en el interior de un enorme palacio, en el interior de la tierra, por eso es que brindaba la vida a las plantas y, con ello, a los animales y los humanos. Su palacio era enorme, con anchas paredes y techos abovedados. A cierta altura de los muros, muy por encima de la cabeza de Tzultak’a, las paredes se acercaban una a la otra, formando la bóveda del techo.
Las bancas de los salones eran de piedra, talladas en formas caprichosas, recubiertas con almohadones hechos de piel de jaguar, con plumas de aves para hacerlos muy blandos. Enormes espejos de jade decoraban algunos salones. Todas las estancias estaban iluminadas con antorchas sobre soportes de obsidiana. Algunas de ellas contaban con hermosos murales, que reproducían la vida sobre la tierra: personas cultivando, animales en la selva, personas haciendo ofrendas y otras escenas.
En el patio principal de su palacio había una enorme fuente, cuyos chorros saltaban hacia arriba, formando un agradable espectáculo cuando caían sobre el tazón de la fuente. El sonido del agua alegraba todas las estancias que se encontraban frente al patio. El agua se sumergía en ciertas partes del tazón e iban a alimentar lagos, lagunas y ríos en el exterior.
Un día, Tzultak’a tomó la forma de un ser humano. Quiso salir del interior de la tierra para ver cómo vivían en el exterior. Decidió salir con el traje de un agricultor.
Inició su recorrido en las cercanías de Carchá. Paseaba por un camino, disfrutando de la luz de su amigo, el Sol. Pero, acostumbrado como estaba a la oscuridad de su palacio, tenía enrojecidos los ojos y le costaba ver algunas cosas muy brillantes. Incluso le molestaba el agua cuando reflejaba los rayos solares. Así que tuvo que esperar un buen rato para acostumbrarse a tanta luz.
Mientras estaba en el camino, pasó un rico comerciante. Iba en una silla de manos, conducido por varios sirvientes. Otros cargadores llevaban grandes fardos de mercancías. Unos llevaban plumas, otros pieles, algunos más preciosa cerámica, otros llevaban granos de cacao. La caravana era larga e impresionante. El gran Tzultak’a saludó a la comitiva, pero ninguno le respondió, mucho menos el rico comerciante. “Seguramente están muy ocupados”, pensó.
Luego, pasó un noble de la región. También iba en una silla de manos. Una gruesa tropa de guerreros antecedía y precedía el trono en el que iba conducido el noble. Además, algunos músicos acompañaban el séquito. Tzultak’a quedó complacido y pensó que seguramente un gobernante, como él, le saludaría, pero tampoco le hizo caso. “Las personas de la superficie son extrañas, solamente se fijan en el aspecto de los otros”, pensó.
Cuando ya se había acostumbrado algo mejor a la luz, pasó un grupo de agricultores en dirección al mercado local. Llevaban cargas de maíz, frutas, verduras y carne de animales silvestres cazados el día anterior. Tzultak’a pensó que tampoco lo saludarían, pero sin esperar a su cordial gesto, cada lugareño pasó saludándole: “Buenos días, señor”. “Que la pase bien”. “Mucho gusto”. Tzultak’a estaba sorprendido y complacido. “Esta gente sí es bien educada”, pensó y saludó cortésmente a todas las personas del grupo.
Al finalizar el grupo, iba una familia. Los dos esposos con tres alegres niños, que correteaban y cantaban. “Qué felices se ven”, se dijo. Les pidió permiso para acompañarlos y, como no se opusieron, llegó con ellos al poblado. La familia vendió todos sus productos en el transcurso de la mañana y los padres aprovecharon para comprar algunas cosas que necesitaban, como obsidiana para sus navajas y cuchillos, algodón para sus tejidos, sal para sus comidas y muchas otras cosas. Tzultak’a, mientras tanto, se dedicó a jugar con los niños.
Al atardecer, todo el grupo regresó a su aldea y le ofreció comida a Tzultak’a, quien la recibió agradecido y apenado, porque no llevaba nada para retribuirles, así que hizo que unas aves llevaran plumas brillantes para dejarles un recuerdo. Tzultak’a regresó con ellos hasta el mismo lugar donde los había encontrado, se despidió y regresó a su palacio.
Una vez allí, llamó a sus servidores. Les preguntó cómo se conseguía una familia. Ellos le explicaron que necesitaba encontrar una mujer que lo amara y que quisiera tener hijos con él. Tzultak’a había visto una joven muy hermosa que le miraba de reojo en el mercado y pensó: “Creo que debo estar enamorado de ella, porque no la quito de mi pensamiento”.
A la semana siguiente, el gran Tzultak’a regresó al mismo lugar y esperó a los agricultores. Se unió de nuevo al grupo y les invitó algunos bocadillos, esta vez iba preparado. Una vez en el mercado, logró conversar con la joven que le había gustado. Ella, junto a su familia, también había ido a vender productos. Para ayudar a sus padres, la joven recolectaba flores de vivos colores, que los compradores del mercado utilizaban en sus ceremonias, algunas a Tzultak’a, sin saber que él estaba ese día en el mercado.
Al principio, la joven no se animaba a hablarle y le esquivaba. Pero Tzultak’a insistió hasta que ella le respondió. Comenzaron a conversar y, poco a poco, Tzultak’a le dijo que estaba enamorado de ella y que le gustaría formar una familia. La joven se sorprendió y le dijo que ella no estaba tan segura como él, que tendría que pensarlo mucho, porque era muy joven y no había considerado la posibilidad de casarse tan rápido.
Tzultak’a le dijo que, cada mañana ella recibiría un presente que le recordara la propuesta. En ese momento llegó el padre de la joven quien, molesto, le indicó a Tzultak’a que se retirara. El día terminó y, efectivamente, cada mañana, la joven recibía algo diferente. Un día, una avecilla cantó en su ventana, otro cientos de flores amanecieron frente a la ventana, todas las mañanas una nubecilla la protegía del sol. La yerba surgía a su paso, para alfombrar su camino. El agua saltaba a su cántaro y el viento le silbaba al oído, una vez al día: “Te quiero y te esperaré hasta que tú me quieras”.
La joven estaba muy halagada y consultó con su madre. La señora le dijo que todo era muy extraño. Que tenía que ser un gran personaje porque no se explicaba nada de lo que sucedía. Así que, previsora, la mujer fue a consultar con un sacerdote. El sacerdote hizo el ritual a Tzultak’a, quien le contestó: “Soy yo quien ha hecho estas cosas”. Así que le informó a la madre de la joven lo que pasaba.
Alegre, la señora le habló a su esposo: “Deja que la muchacha se case si así lo desea”. El hombre no estaba convencido, creía que era una trampa. Así que le preguntó a su hija: “Quieres casarte con ese hombre”, a lo que la joven respondió: “Sí, me gustó desde que lo vi por primera vez y ahora estoy enamorada de él”. “Pero le exijo una prueba”, repuso el padre, “que me entregue algo que no exista todavía”. La joven, sorprendida de una petición tan extraña, fue a consultar directamente con el sacerdote, quien hizo el ritual y le transmitió el mensaje a Tzultak’a.
A la mañana siguiente, el padre de la joven iba a su milpa y, cuando pasó frente a una laguna, Tzultak’a salió de su interior, manifestándose como el espíritu del agua y le entregó una flor, hermosa y blanca, con una pequeña figura como rezando en su interior. “Quiero que me concedas la mano de tu hija”, le pidió. El agricultor estaba sorprendido y solamente pudo balbucear un “Sí”. La boda fue extraordinaria y el gran Tzultak’a pudo disfrutar de la alegría de su propia familia.
Unos instantes después, brotó una mancha roja en la superficie del mar.
Una vez allí, llamó a sus servidores. Les preguntó cómo se conseguía una familia.