Mis iniciales citas furtivas con La Hora al caer el día


Eduardo-Villatoro-2013

La vida me condujo desde mi niñez a deambular de una a otra casa de huéspedes o de parientes, de un pueblo a otro y hasta conocer países remotos, comenzando en mi añorada aldea El Carmen Frontera, a donde fui llevado en brazos de mi madre, la maestra rural María Olimpia Villatoro Barrios, desde la Fúlgida Villa de Tejutla, donde había arribado al mundo, sin proponérmelo, hasta urbes tan lejanas del Lejano Oriente, como la taiwanesa Taipei, la brumosa y seductora ciudad de Londres, pasando por la mediterránea Barcelona o la colonial San Cristóbal de la Casas, en México.

Eduardo Villatoro


Pero fueron las retorcidas, empedradas y musgosas calles de San Marcos, que se tornaban más solitarias en la oscuridad de la noche, donde despuntó mi adolescencia, cuando se acrecentó mi amor por la lectura, cobijándome del penetrante frío o de la húmeda neblina en la abandonada biblioteca municipal, que finalmente expiró ante el influjo del fútbol en búsqueda de pedestre fama que le ha sido esquiva.
 
Mientras que en ese salón, iluminado por un pálido y amarillento foco, devoraba obras de Tolstoi, Salgari, Darío, Vargas Vila y otros muchos autores, durante las primeras tardes en que me aposenté en la casa del profesor Claudio Rodríguez –tolerante a mis ímpetus, comprensivo a mis angustias– tuve mi primer encuentro con La Hora, ese ansiado periódico que extendía en la mesa del comedor para enterarme de las noticias del día precedente, porque no era hasta 24 horas después de haberse editado que las camionetas de Rutas Lima arribaban con los apretados paquetes que los esperaba Cayetano, un compañero de grados más avanzados en el Instituto Normal Mixto de Occidente –INMO–, para distribuir los ejemplares entre los suscriptores, debidamente resguardado de los imprevistos aguaceros con  amplio paraguas negro.
 
Don Claudio era lo suficientemente paciente para aguardar que yo le diera el primer vistazo a las noticias relevantes, todas en primera plana, y una ojeada a los textos culturales o científicos de quienes colaboraban en la apetecida tercera página, de la que era amo y guía el reservado don César Brañas, poeta melancólico y aislado de elogios interesados y hasta de sinceras expresiones de encomio a sus versos que se deslizaban en las pupilas de los amantes de la palabra reposada, a la que le añadía sutil ironía, imperceptible para neófitos en las rimas y prosas ocultas al reclamo contestatario que entonces prevalecía.

Una vez que el maestro Rodríguez  se había deleitado en la tranquilidad de sus aposentos sencillos, pero acogedores, mientras doña Margarita, su esposa, preparaba la  cena,  a la vez que reconvenía a su hijos y huéspedes mozalbetes bullangueros y hambrientos; disimuladamente yo atisbaba al sosegado padre de familia y culto catedrático de secundaria, que después de una quieta y meticulosa lectura pusiera fin a su placer vespertino, para reapoderarme de La Hora a fin de terminar de escudriñar los enjundiosos conceptos del polifacético periodista Clemente Marroquín Rojas; los párrafos que contenían informaciones profanas, y las opiniones de los versados en diferentes temas y en el lenguaje versátil del poeta consagrado o del incipiente romancero.
 
(Romualdo Tishudo se entromete: Entonces ni soñabas que a los 93 años de fundación de La Hora serías columnista del diario. Podés escribir libremente al amparo de la filosofía pluralista y democrática de los directores del respetado vespertino).