Una tarde calurosa, mediados de los años sesentas, mi padre trajo una caja de cartón, que me parecía gigantesca. Con gran nerviosismo entre toda la familia procedimos a destaparla: ¡Nuestra primera televisión! Era marca RCA.
http://ramiromacdonald.blogspot.es/
Era un artilugio gris, con bordes dorados. Su tamaño, nos intimidaba, porque parecía como el primer encuentro cercano con algún maléfico aparato volador, fuera de este mundo. Rápidamente fue colocada en su mesita especial, en el hall de la casa, cerca de la ventana, desde donde nos miraban numerosos amiguitos con total curiosidad.
En tanto, mis hermanos y yo pasamos varios minutos sólo admirándola. No nos atrevíamos ni a tocarla. Las imágenes de nuestras inquietas caritas, entre risas y fisgonearías, se reflejaban en aquella pantalla que parecía un espejo… pero éste era oscuro, porque estaba apagada. ¿Alguna premonición? En pocos minutos, desde nuestro techo de dos aguas, un solícito vecino colgó el cable café oscuro, plano, que iba ligado a la antena, que costó largos minutos colocar adecuadamente. Ese cable lo pasó por entre la ventana y lo atornilló a la parte de atrás de la «tele». Yo seguí de cerca cada movimiento suyo, sin parpadear… casi.
En pocos minutos, el vecino se volvió a subir y mi padre, muy cautelosamente, empezó a «menear» un botón grueso, que tenía números. De repente, nos asustamos: salieron luces de aquella cosa oscura. Eran líneas y puntos… y emitía sonidos fuertes, pero no se entendía nada. Mucho menos veíamos algo.
Nuestro vecino decía que al mover la antena iban a aparecer «cosas» y todos estábamos realmente expectantes… cuando de repente, algo empezó a moverse. Eran personas, gentes que hablaban y se movían frente a nuestros ojos inquietos de niños. Eran como las fotos, pero caminaban, se movían… y se les escuchaba hablar. ¡Se sentía algo prodigioso!
Eran aquellas imágenes en blanco y negro. Las primeras imágenes que mis vecinos, hermanitos y yo vimos en nuestra vida, proyectadas desde un aparato de televisión, que estaba situado en nuestra propia casa. Nosotros no lo sabíamos, pero estábamos inaugurando una nueva era en el barrio y seguramente en muchas zonas de Guatemala. Por lo menos en el área urbana, seguramente estaba ocurriendo similar situación, por esos días.
Al igual que nosotros, millares y millares de niños chapines, compartiríamos nuestras tardes -de allí en adelante- frente a aquel aparato que llegó para quedarse y hacernos compañía. Nuestros padres lo harían, por su parte, al final ya entrada la noche… y la vida ya no sería la misma. Al prender la tele, cambiaba todo, como que se congelaba el tiempo alrededor de aquel aparato que nos adormecía.
Alrededor de esa primera pantalla, que duró muchísimos años sin descomponerse, pasamos horas y horas consumiendo entretenimiento y por supuesto, comerciales. Ese aparato era el centro de nuestra vida infantil, como lo había sido durante algunos pocos años la radio, que por las tardes, emitía programas especialmente hechos para nosotros, los chiquillos de aquella década olvidada. A mí siempre me gustó mucho la radio, pero la subyugante imagen, que provenía de esa tele grisácea, me adormeció los sentidos…
Ese aparato, si que cambió nuestros hábitos. Recuerdo que nos peleábamos por sentarnos enfrente. Cuando llegaba mi mamá nos insistía: «…para atrás, más para atrás…» Y nos corríamos para que nos dolieran los ojos, al final de la tarde. Eso sí: primero teníamos que terminar todos los deberes y luego de ser revisados, uno por uno, entonces nos daban permiso para prenderla.
¡Cómo ha cambiado la vida!