La principal razón que tuve para apoyar a Alfonso Portillo en las dos ocasiones que se postuló a la Presidencia fue su oferta electoral de convertir el Ministerio de Cultura y Deportes en un Consejo Nacional para las Artes y la Cultura. Al final prevaleció la conveniencia política de tener en el gabinete de gobierno a una ministra que reunía dos requerimientos de La Embajada: su doble condición de mujer e indígena.
El gobierno recién instalado es el tercero y consecutivo que mantiene el criterio étnico para confiar ese Ministerio a una persona cuyo principal mérito es ser maya, ya que en el ámbito artístico y cultural es un perfecto desconocido.
Fui un estrecho colaborador del licenciado Iván Barrera Melgar (1993 – 1996), quien abanderó el esfuerzo de rescatar una institución en la cual prevalecía el clientelismo y el despilfarro. Logramos acallar las voces que pedían su supresión y lo entregamos libre de deudas partidarias. Doce años después contemplo con desilusión cómo volvió a convertirse en una entidad en que concurre la improvisación, los compadrazgos y una desidia blindada que impide dar a la Cultura un lugar privilegiado en los planes nacionales de desarrollo.
Ahora es un organismo del Estado cruzado por capas geológicas de funcionarios nombrados por cuatro gobiernos, en donde encontrar un punto medio de eficiencia y racionalidad resulta una tarea muy difícil.
El Ministerio de Cultura y Deportes optó por una comodidad vegetativa, desatendido por decisiones políticas que no llegan de la Presidencia de la República. ¿Cuál es la importancia que el Gobierno le da a la Cultura, así, con mayúscula? Es una buena pregunta para una respuesta incierta.
Dar a la Cultura un lugar de importancia en la agenda estratégica significa considerarla una herramienta esencial para la sociedad, que no puede ni debe ser postergada o relegada.