Clara y sencilla, sin complicaciones intelectuales, la pintura de Miguel íngel Pérez (Jutiapa, 1942) tiene el encanto de los versos breves y sonoros que se graban de inmediato en la memoria y que uno, sin darse cuenta, recita para sí mismo en momentos íntimos y jubilosos.
Líneas negras trazadas con firmeza al compás de un ritmo intenso marcan las formas claras de una figuración exacta que recrea, más que los rasgos ideales de una mujer imaginaria, el sentimiento unívoco que por un momento fugaz se apodera del artista y que cabe en una sola palabra transparente pronunciada sin titubeos o escrita con una caligrafía de escueta desenvoltura.
Se dice, sin duda con justicia, que la de Miguel íngel Pérez es una pintura fácil, pero eso no le quita su encanto de muchacha en flor que nos impregna de una fragancia sutil y nos obliga a cierta delicada cortesía que proviene de plenitudes ingenuas que quisiéramos olvidar o revivir, según el caso.
Quizá sea porque la ingenuidad, la pureza, la cortesía y la delicadeza son sentimientos proscritos en nuestra época brutal y competitiva que la pintura de Miguel íngel Pérez nos hace sonrojar; pero ese sonrojo involuntario es la respuesta que no podemos evitar al guiño de complicidad que nos hacen sus muñecas de ensueño.
De esas muñecas de ensueño que habitan en su pintura -grandes ojos claros, mejillas arreboladas, flores rojas en el pelo suelto, un toque de jazmín en los labios y amplios vestidos sin época -lo que importa no es su carácter convencional sino lo que son capaces de hacernos evocar-. Se trata, tal vez, de la creación de un objeto ideal como destino a un sentimiento real que de no expresar así, un poco a la manera de un poeta modernista, sería causa de desasosiegos y trastornos más turbadores aún.
Yo creo en la unidad de estilo de un artista, pero entiendo por estilo el modo íntimo de formar impulsado por una fuerza vital irrefrenable y no como el ropaje formal que se puede adoptar según la ocasión.
Cuando en la pintura de Miguel íngel Pérez no florecen las delicadas damas de ensueño, quedan en sus lienzos y papeles composiciones abstractas de un movimiento y una violencia casi telúricos. Son sus mismos colores, sus mismos movimientos seguros, fuertes y acompasados de los que brota no un sentimiento claro e inequívoco sino una multitud de emociones encontradas que no encuentran otra solución expresiva más que el movimiento que agrieta aquí o allá un material árido, indócil e impenetrable.
Dada mi particular inclinación a las expresiones ambiguas y problemáticas, prefiero de Miguel íngel Pérez esa pintura abstracta en la que no se define otra cosa más que aquel impulso irrefrenable de expresión, aunque admito que es como una metáfora del engendramiento subterráneo de sus mujeres más delicadas, o mejor dicho, de la confusión emotiva a la que le cuesta encontrar la palabra justa, vital, intensa y verdadera para iniciar un poema.