Llega a mi memoria el mes de marzo de 1984. El calor es intenso. La ciudad universitaria de la Universidad de Sao Paulo es un inmenso jardín botánico. Es el inicio de las clases de la maestría en Economía Urbana y Regional, después del Carnaval.
Uno de los cursos se titula “Historia Económica de la Urbanización en América Latina” que imparte el Dr. Claudio Alfonso Viera. Estudiamos los orígenes de las ciudades y las regiones en el continente. De la mano de Jorge Enrique Hardoy analizamos el período precolombino o prehispánico. Comenzamos la discusión sobre la periodización histórica del desarrollo económico-social y urbano-regional de América Latina.
En mi fuero interno se atisba el fuego para conocer el caso guatemalteco. Las “ciudades” para unos, “centros ceremoniales” para otros, que nos legaran las civilizaciones azteca, maya e inca.
En el corazón del barrio de Butanta, leo la primera leyenda de “Leyendas de Guatemala”, Miguel Ángel Asturias Rosales, uno de los fundadores de la “Guatemalidad”, que se titula, precisamente “Guatemala”.
“Es el tiempo viejo de las horas viejas. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos. La arquitectura pesada y suntuosa de Quiriguá hace pensar en las ciudades orientales. El aire tropical deshoja la felicidad indefinible de los besos de amor. Bálsamos que desmayan. Bocas húmedas, anchas y calientes. Aguas tibias donde duermen los lagartos sobre las hembras vírgenes. ¡El trópico es el sexo de la tierra!
En la ciudad de Quiriguá, a la puerta del templo, esperan mujeres que llevan en las orejas perlas de ámbar. El tatuaje dejó libres sus pechos. Hombres pintados de rojo, cuya nariz adorna un raro arete de obsidiana. Y doncellas teñidas con agua de barro sin quemar, que simboliza la virtud de la gracia.
El sacerdote llega; la multitud se aparta. El sacerdote llama a la puerta del templo con su dedo de oro; la multitud se inclina. La multitud lame la tierra para bendecirla. El sacerdote sacrifica siete palomas blancas. Por las pestañas de las vírgenes pasan vuelos de agonía, y la sangre que salpica el cuchillo de chay del sacrificio, que tiene la forma del Árbol de la Vida, nimba la testa de los dioses, indiferentes y sagrados. Algo vehemente trasciende de las manos de una reina muerta que en el sarcófago parece estar dormida. Los braseros de piedra rasgan nubes de humo olorosas a anís silvestre, y la música de las flautas hace pensar en Dios. El sol peina la llovizna de la mañana primaveral afuera, sobre el verdor del bosque y el amarillo sazón de los maizales.
En la ciudad de Tikal, palacios, templos y mansiones están deshabitados. Trescientos guerreros la abandonaron, seguidos de sus familias. Ayer mañana, a la puerta del laberinto, nanas e iluminados contaban todavía las leyendas del pueblo. La ciudad alejóse por las calles cantando. Mujeres que mecían el cántaro con la cadera llena. Mercaderes que contaban semillas de cacao sobre cueros de puma. Favoritas que enhebraban en hilos de pita, más blanca que la luna, los chalchihuites que sus amantes tallaban para ellas a la caída del sol. Se clausuraron las puertas de un tesoro encantado. Se extinguió la llama de los templos. Todo está como estaba. Por las calles desiertas vagan sombras perdidas y fantasmas con los ojos vacíos. ¡Ciudades sonoras como mares abiertos!
A sus pies de piedra, bajo la vestidura ancha, ceñida de leyendas, juega un pueblo niño a la política, al comercio, a la guerra, señalándose en las eras de paz el aparecimiento de maestros-magos que por ciudades y campos enseñan la fabricación de las telas, el valor del cero y las sazones del sustento.”
De la mano de Paulo Israel Singer, nuestro profesor de “Análisis y Distribución de la Renta” y autor del clásico latinoamericano “La Economía Política de la Urbanización”, nos percatamos del período colonial y por supuesto de las ciudades coloniales. Sueño con conocer las “ciudades-fortalezas”, amuralladas frente al mar.
Las “ciudades españolas” construidas sobre las “ciudades indígenas precolombinas”. Entre ellas, la Antigua Guatemala y Quetzaltenango.
Con el rostro grave, veo a Severo Martínez Peláez, desde su cátedra “Historia Económica de Centroamérica” en la Facultad de Ciencias Económicas de nuestra augusta Universidad de San Carlos, definiendo a la “ciudad española” en el Reino de Guatemala: “era una ciudad blanca para uso y goce de la condición colonial”.
Como el frío helado de las altas cumbres quezaltecas regresan los recuerdos, de las vacaciones de mi infancia, en el seno del hogar de mis tíos Paco y Hilda.
Luego, comienzo a conocer las “ciudades coloniales” latinoamericanas, principiando por las brasileñas, Olinda y “Vila Rica”, hoy conocida como “Ouro Preto” en las montañas de Minas Gerais. Con los años abría de llegar a Cartagena de Indias, a la vera del Caribe.
Conocí también “Panamá la Vieja” y el “Centro Histórico”. Santiago, Chile la conocí primero a través de las canciones que mi abuelo materno. De Buenos Aires vi parte de la “ciudad vieja” y sus almacenes como en San Telmo.
En la “Boca” Del Río de la Plata sentí la nostalgia de los europeos recién descendidos de los barcos. Debe ser esa una de las fuentes, de las raíces del tango: La melancolía. Compartida con los habitantes de Montevideo, en la República Oriental del Uruguay.
En Nicaragua, regresé enamorado de Granada, en cuya plaza consumí un “vigorón” de antología. Buscando la librería Porrúa, S. A. en la ciudad de México, pude ver la antigua ciudad azteca sepultada sobre la nueva ciudad española construida encima de sus muros.
En Santa Fe de Bogotá pude imaginarme los sueños de Bolívar y comencé a acariciar la idea de algún día publicar un libro iconográfico de nuestras ciudades guatemaltecas. Recorrí La Habana Vieja, la Catedral, sus portales, sus bares famosos, los museos que hoy albergan las fortalezas construidas por los españoles, con un sentido envidiable de la localización militar y estratégica.
En Lima, comprobamos in situ las razones de Lima para ser la capital del Virreinato. La culinaria peruana es imperdible. En Oaxaca, México pude estar dos días en las entrañas del Convento de Santo Domingo y constatar en su iglesia que la Virgen del Rosario es la patrona universal de esta orden y del mundo. De regreso al apartamento de la Rua Nicolau Pereira Lima, de la urbe paulistana, vuelvo a Miguel Ángel Asturias, en sus “Leyendas”:
“La memoria gana la escalera que conduce a las ciudades españolas. Escalera arriba se abren a cada cierto espacio, en lo más estrecho del caracol, ventanas borradas en la sombra o pasillos formados con el grosor del muro, como los que comunican a los coros en las iglesias católicas. Los pasillos dejan ver otras ciudades. La memoria es una ciega que en los bultos va encontrando el camino. Vamos subiendo la escalera de una ciudad de altos: Xibalbá, Tulán, ciudades mitológicas, lejanas, arropadas en la niebla. Iximché, en cuyo blasón el águila cautiva corona el galibal de los señores cachiqueles. Utatlán, ciudad de señoríos. Y Atitlán, mirador engastado en una roca sobre un lago azul. ¡La flor del maíz no fue más bella que la última mañana de estos reinos! El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.”
Las “ciudades españolas” son en realidad una ciudad de altos o de altivos, según Asturias. Xibalbá, Tulán, Iximché, Utatlán y Atitlán. Ciudades de señoríos en donde reinan las tinieblas, los cackchiqueles, los quichés y los Zutuhiles.
Iniciamos la peregrinación de la “ciudad a tuto”. Miguel Ángel recuerda al Gran Capitán Pedro de Alvarado, evocando sus faenas y su mente. La desventura de Doña Beatriz, viuda que mandó a pintar todos los recintos de su palacio de negro y que llevo luto por la muerte de su marido hasta el último día de sus días y que fuera sepultada en la ciudad colonial tras un aluvión.
Habla Asturias de la guarda fiel de los Volcanes y que la noche colonial penetra… penetra en la vida de los “pueblos de indios” que la nutren. Ahora nos lleva, peregrinando, al templo de San Francisco. El beato, Pedro de Betancourt, ayuda a la amante de Don Rodrigo Díaz de Vivar a encontrarlo, después de haber prolijado “pan a los hambrientos, asilo a los huérfanos y alivio a los enfermos”.
Miguel Ángel, en la lectura del “El cuco de los sueños”, percibe el paso de Fray Payo Enríquez De Rivera. Dice que llama a una puerta de una pequeña casa e introduce la imprenta. En la oscuridad de su sotana, lleva la luz.
“En la primera ciudad de los Conquistadores —gemela de la ciudad del Señor Santiago—, una ilustre dama se inclina ante el esposo, más temido que amado. Su sonrisa entristece al Gran Capitán, quien, sin pérdida de tiempo, le da un beso en los labios y parte para las Islas de la Especiería. Evocación de un tapiz antiguo. Trece navíos aparejados en el golfo azul, bajo la luna de plata. Siete ciudades de Cíbola construidas en las nubes de un país de oro. Dos caciques indios dormidos en el viaje. No se alejan de las puertas de Palacio los ecos de las caballerías, cuando la noble dama ve o sueña, presa de aturdimientos, que un dragón hace rodar a su esposo al silo de la muerte, ahogándola a ella en las aguas oscuras de un río sin fondo.
(…) En Antigua, la segunda ciudad de los Conquistadores, de horizonte limpio y viejo vestido colonial, el espíritu religioso entristece el paisaje. En esta ciudad de iglesias se siente una gran necesidad de pecar. Alguna puerta se abre dando paso al señor obispo, que viene seguido del señor alcalde. Se habla a media voz. Se ve con los párpados caídos. La visión de la vida a través de los ojos entreabiertos es clásica en las ciudades conventuales. Calles de huertos. Arquerías. Patios solariegos donde hacen labor las fuentes claras. Grave metal de las campanas.
¡Ojalá se conserve esta ciudad antigua bajo la cruz católica y la guarda fiel de sus volcanes! Luego, fiestas reales celebradas en geniales días, y festivas pompas. Las señoras, en sillas de altos espaldares, se dejan saludar por caballeros de bigote petulante y traje de negro y plata. Esta une al pie breve la mirada lánguida. Aquélla tiene los cabellos de seda. Un perfume desmaya el aliento de la que ahora conversa con un señor de la Audiencia. La noche penetra… penetra… El obispo se retira, seguido de los bedeles. El tesorero, gentil hombre y caballero de la orden de Montesa, relata la historia de los linajes. De los veladores de vidrio cae la luz de las candelas entumecida y eclesiástica. La música es suave, bullente, y la danza triste a compás de tres por cuatro. A intervalos se oye la voz del tesorero que comenta el tratamiento de “Muy ilustre Señor” concedido al Conde de la Gomera, capitán general del reino, y el eco de dos relojes viejos que cuentan el tiempo sin equivocarse. La noche penetra… penetra… El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.
Nadie como Miguel Ángel Asturias se ha referido a la Nueva Guatemala de la Asunción con el ojo certero para ver su pasado. Ha podido palpar el ritmo de la ciudad, nadie como él ha podido retratarla en medio de la “Rosca de San Blas”. El retrato hablado de su nostalgia, de su tristeza en el exilio. La ciudad poblada de tiendas, de viejos con güegüecho. De espantos, andarines y aparecidos. De los capitalinos contadores de milagros, cachurecos y de reales y supuestos linajes. Asturias describe la vida social de la pequeña ciudad.
Las familias principales viven cerca de la plaza de armas y en las calles contiguas, amigas de obispos y de alcaldes. Estas familias no se relacionan con los artesanos, excepto el día del Apóstol Santiago. Miguel Ángel equipara artesanos con pobres, a quienes las señoritas oligarcas les sirven el chocolate ese día de fiesta. “Una vez al año no hace daño”, decían las abuelas de antes.
Los artesanos ricos son una ficción en la vida urbana. Asturias, el narrador de su plaza de armas y de los estratos sociales de la pequeña urbe. La ciudad de otrora, poblada de árboles que constituían alamedas.
“La carreta llega al pueblo rodando un paso hoy y otro mañana. En el apeadero, donde se encuentran la calle y el camino, está la primera tienda. Sus dueños son viejos, tienen güegüecho, han visto espantos, andarines y aparecidos, cuentan milagros y cierran la puerta cuando pasan los húngaros: esos que roban niños, comen caballo, hablan con el diablo y huyen de Dios.
La calle se hunde como la hoja de una espada quebrada en el puño de la plaza. La plaza no es grande. La estrecha el marco de sus portales viejos, muy nobles y muy viejos.
En verano, la arboleda se borra entre las hojas amarillas, los paisajes aparecen desnudos, con claridad de vino viejo, y en invierno, el río crece y se lleva el puente.
Como se cuenta en las historias que ahora nadie cree —ni las abuelas ni los niños—, esta ciudad fue construida sobre ciudades enterradas en el centro de América. Para unir las piedras de sus muros la mezcla se amasó con leche. Para señalar su primera huella se enterraron envoltorios de tres dieces de plumas y tres dieces de cañutos de oro en polvo junto a la yerba-mala, atestigua un recio cronicón de linajes; en un palo podrido, saben otros, o bien bajo rimeros de leña o en la montaña de la que surgen fuentes.
(…)Los árboles hechizan la ciudad entera. La tela delgadísima del sueño se puebla de sombras que la hacen temblar. Ronda por Casa-Mata la Tatuana. El Sombrerón recorre los portales de un extremo a otro; salta, rueda, es Satanás de hule. Y asoma por las vegas el Cadejo, que roba mozas de trenzas largas y hace ñudos en las crines de los caballos. Empero, ni una pestaña se mueve en el fondo de la ciudad dormida, ni nada pasa realmente en la carne de las cosas sensibles.
El aliento de los árboles aleja las montañas, donde el camino ondula como hilo de humo. Oscurece, sobrenadan naranjas, se percibe el menor eco, tan honda repercusión tiene en el paisaje dormido una hoja que cae o un pájaro que canta, y despierta en el alma el Cuco de los Sueños.
El Cuco de los Sueños hace ver una ciudad muy grande (…) Es una ciudad formada de ciudades enterradas, superpuestas, como los pisos de una casa de altos. Piso sobre piso. Ciudad sobre ciudad. ¡Libro de estampas viejas, empastado en piedra con páginas de oro de Indias, de pergaminos españoles y de papel republicano! ¡Cofre que encierra las figuras heladas de una quimera muerta, el oro de las minas y el tesoro de los cabellos blancos de la luna guardados en sortijas de plata! Dentro de esta ciudad de altos se conservan intactas las ciudades antiguas. Por las escaleras suben imágenes de sueño sin dejar huella, sin hacer ruido. De puerta en puerta van cambiando los siglos. En la luz de las ventanas parpadean las sombras. Los fantasmas son las palabras de la eternidad. El Cuco de los Sueños va hilando los cuentos.”
Miguel Ángel Asturias, el hombre universal nacido en “La Parroquia” hace un siglo, el “bardo de la Parroquia Vieja” se está despertando. Y al hacerlo nos deja una breve cátedra de la historia de nuestras ciudades a lo ancho y largo de todos los tiempos. Para quien quiera aprender. “Moyas” ya despierto está llegando a su ciudad natal, jugando como un “patojo nuevo”, en los “zaguanes abuelos”. Y al hablar de patojos y de patojas nos conmina a recordar sus juegos. El “trompo”, el “capirucho”, los “tipaches”, las diversas modalidades de juegos de canicas o de “cincos”, de nuestra infancia. Los sueños de los barriletes. Me lo imagino regresando por el camino antiguo a la costa atlántica, caminando al lado del Río de las Vacas, poblado en sus riberas de sauces llorones. Miguel Ángel Asturias Rosales: “El cuco de los sueños”, regresa con el juego de los rapaces correteándose y de “andares-andares” de las niñas.
“Las primeras voces me vienen a despertar; estoy llegando. ¡Guatemala de la Asunción, tercera ciudad de los Conquistadores! Ya son verdad las casitas blancas sorprendidas desde la montaña como juguetes de nacimiento. Me llena de orgullo el gesto humano de sus muros —clérigos o soldados vestidos por el tiempo—, me entristecen los balcones cerrados y me aniñan los zaguanes abuelos. Ya son verdad las carreras de los rapaces que se persiguen por las calles y las voces y las voces de las niñas que juegan a Andares.