Su carrera militar fue interrumpida brutalmente cuando una bomba artesanal le arrancó las piernas sobre una ruta afgana. Pero, como otros veteranos estadounidenses, Michael Downing asegura que dio vuelta la página y se empeña en aprender los gestos cotidianos.
«Era el 24 de septiembre pasado. Nos íbamos a una misión con la Policía afgana y nuestra camioneta fue alcanzada por un explosivo. Estalló justo debajo de mí. Aterricé a 12 metros», cuenta el sargento en su cuarto de hospital.
Fue entonces cuando los talibanes atacaron. «No estaba inconsciente, empecé a disparar con mi pistola», cuenta con serenidad el hombre de 42 años. «El intercambio de tiros duró 30 minutos, un tipo de la marina me daba morfina y me hacía torniquetes» para detener la hemorragia.
Desde 2001, las guerras de Afganistán e Irak causaron cerca de 5 mil muertos entre los soldados estadounidenses, pero también unos 30 mil heridos, 900 amputados, acogidos en su mayoría en un centro de reeducación especializado del más grande hospital militar del país, Walter Reed, en Washington.
«Lleva tiempo, hay que volver a aprender a caminar» con las prótesis, dijo Michael, que lleva una medalla «Purple Heart» que distingue a los soldados heridos en combate. «Pero los doctores se ocupan realmente muy bien de mí».
«Ahora voy a tomar mi jubilación militar», como el 80% de los amputados en el Walter Reed. «Sabía lo que me esperaba cuando firmé. Hice mi trabajo, no me arrepiento de nada», dice. Pero susurra a los visitantes vestidos de civil: «A Afganistán, no hay que ir».
El sargento Earl Granville, de 25 años, tampoco volverá a combatir. Veterano de Bosnia e Irak, perdió su pierna izquierda hace un año, cerca de la frontera entre Afganistán y Pakistán.
En un rincón de la vasta sala de rehabilitación para amputados, entre dos aparatos de deporte, una docena de prótesis de piernas están en fila.
Earl se unió al ejército cuando tenía 17 años, «por la universidad gratuita», antes de quedar seducido por la vida militar.
Con su prótesis en guisa de pantorrilla, dijo considerarse afortunado. Se sentó en un lugar poco acostumbrado en su vehículo debido a la presencia de un comandante. Estalló una bomba en el camino. í‰l se desvaneció; el comandante y el conductor murieron en el acto.
«Pensé que era el fin del mundo. Pero cuando vine aquí, que conocí gente como yo, me ayudó», dice sonriendo.
El invierno pasado, Earl se fue a esquiar.
«Nos aseguramos de que las últimas tecnologías están disponibles para nuestros soldados amputados», subraya Paul Pasquina, el jefe del departamento de reeducación de Walter Reed.
«Estos hombres van a necesitar un seguimiento el resto de su vida. Tenemos que estar preparados para este compromiso», añade como dirigiéndose al gobierno de Estados Unidos.