Mi madre doña Luz Ramírez, fue la primera gran maestra de mi vida. Su niñez la vivió en el barrio de la Concepción y cursó su educación primaria, en el “Colegio María” de doña Chucita Cervantes, vecina a la casa de los Cardoza y Aragón, detrás de Catedral. La culminó con notas sobresalientes.
Su premio fue el libro “Carlos” (un compendio de lecturas escogidas, que formó parte de mi primera biblioteca) Su compañerita de estudios lo fue la niña Vitalina Mazariegos Rivera, llamada en mi afecto Doña Vita –esposa de Rodolfo González Arriola- y madre de las bellísimas y queridísimas personas: Rodolfo, Hilda Marina, Zoila Esperanza, Carlos y Juanito González Mazariegos.
Así era mi madre en su niñez. Una muñeca junto a otra muñeca, con su vestido blanco tipo faldón, amplio de la cintura hacia abajo, botas altas y una cinta en la cabeza. Su pelo siempre fue rubio. Los vecinos le llamaban “la canchita”.
Guardo con celo, su cuaderno de Geografía Universal del Sexto Grado de Primaria. Está hecho con primor. Delicadamente delineado y con limpieza, los entornos geográficos. Coloreado con arte y delicadeza. La letra menuda de los accidentes geográficos es legible.
Me enseñó a dibujar y a pintar con lápices de colores. Mis tareas escolares llevaron siempre el sello de ella y de tía Carlota, de quien aprendí el esfumado, o sea, mezclar un color con otro en los extremos hasta confundirse.
Cuando llegó su primavera, se abrió como un botón de azucena. Y de niña se transformó en una patoja preciosa del barrio de la Concepción. Respetuosa, educada, atenta y servicial con las personas mayores y necesitadas y siguiendo las costumbres de su tiempo, se preparó para la limpieza, la plancha, los fogones y los guisos sin perder su sencillez Su sencillez fue la aureola que la distinguió siempre.
Y cuando las campanas repicaron en su corazón y las rosas y azucenas adornaban su espíritu, llegó el flechazo de Cupido y don Roberto se prendó de sus encantos y se robó su corazón. Formaron su hogar en plena juventud.
Su hogar fue bendecido con una familia numerosa –como lo eran las familias de entonces- y a todos nos inculcó –no solo buenas costumbres-, sino principios y valores para que levantáramos con sólidos cimientos, el edificio de nuestras vidas. Honradez, buena conducta, respeto y servicio a personas mayores y necesitadas, aprovechamiento del tiempo, porque tiempo perdido no vuelve, excelente educación y ser alumnos aplicados para aprender a conciencia y limpieza y formar desde niños el futuro incierto.
La mejor flor de su jardín espiritual, fue el agradecimiento. Aun por recibir la cosa más sencilla, se debía de dar las gracias. Si en las frías mañanas de mayo, abría sus pétalos una rosa, era para una niña a quien ella quiso tanto o si maduraba una guayaba, era para una profesora que era un encanto de mujer. No se daba por dar, sino se de forma delicada. Rosita, esta flor abrió sus pétalos para usted o Tonita, esta guayaba ha madurado para usted. Tonita se alejaba regalando aves marías… Nos transmitió el trato amoroso y delicado hacia la mujer. Cuando lo practicó, unas se sienten bien y otras se asombran porque en estos tiempos eso es inusual.
Estimuló mi afición a la pintura. Me orientó para mejorar un trazo o un color y no escatimó de sus magros recursos, la ayuda para los útiles escolares y las inquietudes de la pintura. Hoy se cumplen sesenta y un años que cerró su ciclo vital. La campana mayor de San Francisco, anunció esa tarde del lunes, su partida eterna y con los ojos transformados en cascadas de líquido cristalino, la amortajamos.
Tuvo la devoción de comprarme cada domingo, un ejemplar del periódico “La Hora Dominical” de rico contenido histórico y literario. El domingo víspera de su partida, llamaron a la puerta. Era el vendedor del periódico. Lo pagué y con sigilo volví. ¿Quién llamó? –me dijo-. Es el señor del periódico –le respondí- ya lo pagué. En su rostro demacrado se dibujó un gesto de malestar. ¿Por qué lo pagó? –me dijo en tono de reclamación- levante la almohada. Lo hice y ahí estaba tibia de su calor, la monedita de diez centavos, para pagar el ejemplar de “La Hora Dominical.”