Hoy cumple 70 años el libro más hermoso y más amigo que he conocido. Y sí, amigo, porque yo entablo relación con lo que leo y con quienes viven en las páginas que mis dedos rozan.
Cuando lo conocí me enamoré de ese diminuto hombrecito rubio que amaba su rosa y cuestionaba a los adultos, preguntas que yo como muchos otros niños y niñas nos hacemos frecuentemente sin encontrar respuestas.
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Desde ese entonces –que fue hace mucho– se quedó conmigo y yo me quedé con él y buscando en él además explicaciones a mis inquietudes. Cada año desde hace 12 años más o menos me sumerjo en ese asteroide y lo acompaño en sus viajes para reencontrarme o perderme más –que para mí está bien–, para recobrar la fe, la humildad, la paciencia y lo lindo que son las puestas de sol.
Por años me obsesioné con la domesticación sin entender todo lo que la imagen de esas palabras traducía a mi existencia obcecada en defender una autonomía inexistente para evitar sentir dolor y luego con el tiempo y su relectura me descubrí a mí misma domesticada y domesticando sin miedo a llorar y feliz de ser responsable de lo que esto implica.
No necesité el tarot, porque ese pequeño principito me enseñó a esperar a las mariposas y también aprendí de él que sólo los niños saben lo que quieren y desde entonces son ellos, los niños, quienes me muestran la verdad que mi cerebro no entiende perdido en informes, tratados incumplidos y apretones de manos para decidir lo que supuestamente es bueno, conveniente y obviamente falso.
Odio los números, quizá por eso mis dedos no alcanzan para contar a las y los amigos que alegran mi vida y todas esas sonrisas de vitaminas que recibo diariamente.
Hoy por lo tanto es un día que celebro, un día en el que agradezco a la vida, las palabras, los libros, El Principito, a Antoine de Saint-Exupéry y a mis dudas.
Tenía, tiene y tendrá siempre razón, lo esencial es invisible a los ojos, mi corazón no necesita lentes.