Mi barrio de La Concepción


Mario Gilberto González R.

El barrio de la Concepción -en la emblemática e histórica ciudad de Antigua Guatemala- donde nací­ y crecí­, tiene grandes reminiscencias familiares y vecinales.


Allá por los años cuarenta, era un barrio tranquilo, familiar, de puertas abiertas. Todos nos conocí­amos y entre sí­, nos brindábamos respeto mutuo, nos protegí­amos y ayudábamos.

Los hogares eran recintos sustentados en principios y valores. De tradiciones y enseñanzas para toda la vida. Se transmití­an las buenas costumbres. Se hablaba de lo trascendente y que el caminar por la vida, se fuera como ir sobre la nieve. Dejar huella pero sin manchar.

Mi barrio era una sola familia. Lo formaban troncos de sólidos hogares ejemplares. Se distinguí­an por los principios éticos y las buenas costumbres que se transmití­an a los hijos como la mejor herencia. Cada quien luchaba por la subsistencia honrada de su familia, pero a la vez, contribuí­a con su trabajo, al empuje de la ciudad.

Era cordial el encuentro en tiendas o pulperí­as, panaderí­a, carnicerí­a y afectivo el saludo al encuentro ocasional. A los niños se nos inculcaba el respeto a los mayores y ayuda a las damas cuando volví­an del mercado con sus compras. La ayuda debí­a de ser espontánea y llevarle la cesta hasta la puerta de su casa.

La mejor guayaba, el mejor racimo de naranjas o la rosa que esa fresca mañana habí­a florecido, eran dadas con delicada manera a las profesoras Tonita Tejeda y Zolita Sierra Sandoval y a la señorita estudiante Rosita Marroquí­n Sulecio. La expresión cariñosa era que esa guayaba, esas naranjas y esa rosa, habí­an madurado y abierto sus pétalos para ellas.

Mi madre tení­a en su patio principal, sembradas, flores, árboles frutales y matas medicinales, sin faltar el tapesco donde el gí¼isquilar se llenaba de esa deliciosa verdura que daba para regalar. Entre sus plantas medicinales, tení­a, té de limón, corroborante, caña de Cristo, ixbuc, sábila, lantén, hoja del cáncer y del pollo, incluso una mata de espárrago para completar el adorno floral y otra de tinta que serví­a para blanquear la ropa, Cuidaba sus tres matas de hierba buena y otra de berro que crecí­a entre el drenaje de las dos pilas. Quien pedí­a se le daba con gusto un manojo y lo mismo hací­an las demás vecinas.

Cuando alguien enfermaba, las vecinas se ayudaban entre sí­ y llevaban o mandaban ramas de matas medicinales y estaban al pendiente. Nadie se sentí­a desamparado porque la vecina estaba presta para servir, aun en altas horas de la noche.

Los dí­as domingos se ofrecí­a una estampa pintoresca. Se compartí­a con los vecinos el plato especial. Al medio dí­a, iban y vení­an las muchachas de servicio o las hijas mayores, con recipientes pequeños cubiertos con delicados manteles blancos. Llevaban una pequeña porción o aprobador y lo entregaban de esta forma; «Doña Lucita: dice mi mamá que le manda este bocadito para el hoyo de la muela.» ¡Qué tiempos aquellos donde el dar y el recibir, era una expresión de afecto de las buenas gentes del barrio!

Entonces, hasta los dieciocho años, vestí­amos pantalón corto y zapatos altos, de suela gruesa y amarrados con correas. El respeto entre un niño y una persona adulta era recí­proco. Nosotros le dábamos el tratamiento de don y ellos el de niño. Ya mayor, personas que me conocieron de pequeño, me decí­an: niño Mario.

En el callejón del Hermano Pedro, jugábamos futbol con una pelota de trapo o de tenis. Cuando nos juntábamos muchos, era una chamusca -todos contra todos- que se jugaba hasta oscurecer. Otras veces, era desconecta, matado, ladrones y policí­as, estatuas. Según la temporada, tipaches, piloyes, cincos, capirucho, mota, yoyo, trompo, rueda con aro, chajalele.

Las niñas hací­an rondas para jugar a la ranita, al matatero tero la, cuerda, avión, a o, andares andares, ¿qué vendes Maria?, El callejón se llenaba de juegos sanos, canciones y alegrí­a infantil.

Cuando nos juntábamos los pequeños, nos decí­an la «palomilla» y a los un poco mayor, la pandilla.

Al atardecer, bajaba del cerro de Asturias doña íngela con un cesto con dos ollas envueltas en tela gruesa para mantener el calor. En una traí­a el atol de ceniza con frijoles negros y salsa de chile picante, que serví­a con una jí­cara en tazas bola de loza vidriada. En la otra, el atol dulce a base de maí­z, jengibre, canela, pimienta de Chiapas y rapadura. Al mismo tiempo asomaba del Callejón del Sol sobre la Cuarta Calle Oriente, Anita Núñez con su cesto de aromáticos y deliciosos chuchitos que los vendí­a en un santiamén.

En vacaciones, descendí­amos en el cause del rí­o Pensativo -entonces profundo- a capturar pescaditos llamados cacaricos que llevábamos a casa en frascos o papel celofán.

Era una aventura internarnos en el monte para cortar las varillas de cola de coyote, con las hací­amos nuestros barriletes, que después encumbrábamos en el cerro de Asturias.

Así­ discurrí­a placentera la vida en el tranquilo barrio de la Concepción.

Debe su nombre al convento e iglesia de la Limpia Concepción de Marí­a, que aun en ruinas, muestra las huellas maravillosas de su glorioso pasado.

Cuando las conocí­, estaban en completo abandono. La iglesia de una sola nave y la sacristí­a, es una construcción con paredes altas, bases sólidas y amplios ventanas octogonales que aun desafí­an al tiempo. Ripio detrás de la fachada, en el medio y donde estuvo el altar mayor. La cripta con sus tumbas vací­as, húmeda y llena de monte. Matas de chocón en las grietas. Monte silvestre que crecí­a durante el invierno entre el ripio y su alrededor y goteras permanentes en la sacristí­a donde era evidente la humedad. Aun conservaba los dos arcos del campanario que cayeron con el sismo del 6 de agosto de 1942. El acceso era libre.

Lo que fue el gran monasterio de dos plantas que llegó a albergar a más de cien religiosas, lo ocupaba la preceptora de educación primaria, doña Elisa Quezada vda. de Torres, con sus dos nietos Plinio e Ibis Dardón. Varias casas de por medio, separaban lo que fue estancias de la monja poetisa Sor Juana de Maldonado y Paz, también en completo abandono entre monte que crecí­a alto en el invierno y hojarasca en el verano. Lo que fue jardines y huerta estaba sembrado de cafetales y gravileas.

La contemplación de este monumento, nos invita a remontarnos a lejanos años de su origen.

Beatriz de Silva de origen portugués, cuando estuvo presa en Tordesillas, tuvo un encuentro con la Virgen Marí­a que le hizo cambiar el rumbo de su vida. Admirada del misterio de la Limpia Concepción de Marí­a, fundó en la ciudad de Toledo con la ayuda de la reina Isabel de Castilla, la Orden de la Inmaculada Concepción. La reina Isabel le cedió el Palacio de Galiana y así­, se inició la primera fundación.

Su Santidad Inocencio VIII aprobó el 30 de Abril de 1489, la institución de la Orden y le dio la Regla de Cister. Por Bula Inter Universa se estableció que «…lleven hábito blanco y sobre él un manto color celeste, tengan además una imagen de la Señora sobre escapulario y sobre el manto y se ciñan con una cí­ngulo blanco.»

La Regla concepcionista fue rí­gida con una clausura estricta. Su Santidad Julio II en 1511, aprobó la constitución de esta familia mendicante y desde ese momento se inició su expansión. Primero se extendió por toda la geografí­a española y a petición del Arzobispo de Nueva España, Fray Juan de Zumárraga, Carlos V por Real Cédula y su Santidad Pablo III, autorización la fundación de un monasterio de la Orden de la Inmaculada Concepción y así­ llegaron procedentes de Toledo, tres religiosas para fundar la primera casa en las Indias Occidentales.

El 21 de noviembre de 1576, los Alcaldes ordinarios de la ciudad de Santiago de Guatemala, propusieron que se aprovechara el viaje de Diego Galán a Nueva España, para que gestione el permiso de que vengan a esta ciudad, monjas de la Inmaculada Concepción con la finalidad de fundar un monasterio. La petición se aprobó y se acordó que el capitán Francisco de Santiago acompañe a Diego Galán. El 11 de noviembre de 1577, casi al año de la petición, el Dr. Pedro Moya de Contreras, dignidad de la iglesia de Nueva España, libró la patente para que monjas de la Inmaculada Concepción viajen a Santiago de Guatemala y funden su monasterio. Esa patente la recibió el Noble Ayuntamiento el 3 de enero de 1578 y a la vez acordó que el alcalde Juan Cabrillo de Medrano «?las vaya a recibir a seys jornadas desta ciudad y que la tal persona les lleve algunas cosas de regalos y refrescos?» y fue el primero de febrero de 1578 cuando entre gran júbilo y en literas arribaron a la ciudad de Santiago de Guatemala, las religiosas Sor Juana de San Francisco, en calidad de abadesa, Sor Catalina Bautista, Sor Elena de la Cruz y Sor Inés de los Reyes.

Desde un inicio contaron con el solar amplio que les dio el Obispo Francisco Marroquí­n, situado al oriente de la ciudad y con extensión hacia el sur. Fue inmediato ponerse en acción para levantar el monasterio y la iglesia que hoy contemplamos en ruinas.

El 15 de febrero de 1579 profesó con el nombre de Sor Marí­a de la Concepción, la primera dama nacida en Santiago de Guatemala.

Las monjas fueron diligentes con su nueva casa mientras la traza de la ciudad continuaba en activo auge. Era una actividad frenética de arquitectos, maestros de obra, albañiles, alarifes, canteros, carpinteros, herreros hasta conformar una arquitectura imponente que distinguió de inmediato a la ciudad de Santiago de Guatemala , ennoblecida con tí­tulos y distinguida con escudo de armas. Para el templo de la Limpia Concepción, Alonso de la Paz aportó imágenes y retablos que sin duda, lo embellecieron y en donde la imagen de la Purí­sima, ocupó el lugar principal en el altar mayor. El dintel de la portada del monasterio es de piedra con remate de calicanto, donde destacan las figuras de la Inmaculada Concepción, el sol y la luna. Tiene esta inscripción: «ESTA PORTADA SE ACABO EL 23 DE FEBRERO DE 1694» Su plazuela fue engalanada con una fuente de piedra que aun se conserva en su sitio original con el nombre de «Fuente de las Delicias.»

De su monasterio salieron las monjas que fundaron el monasterio de Santa Catalina que en poco tiempo creció tanto, que hubo necesidad de comprar la casa de enfrente y construir un arco para trasladarse de una casa a la otra sin ser vistas. Y fue famoso también, porque profesó Sor Juana de Maldonado y Paz, a quien además de sus gracias femeninas, se le tiene como una delicada cultivadora de versos mí­sticos. La privacidad del claustro la ocultó por largo tiempo. Fue Tomás Gage quien dio a conocer sus cualidades poéticas y la calificó con el distintivo de la Décima Musa.

Por largo tiempo se le tuvo como un mito porque poco se conocí­a de ella, incluso de su producción literaria, aunque por tradición se conocí­a el lugar fí­sico donde vivió rodeada de pupilas. En el Archivo General de México, encontré mucha información de las acusaciones que el Deán don Felipe Ruiz del Corral hizo de ella ante el Tribunal de la Santa Inquisición por haber posado para el pintor Antonio de Montúfar, quien la pinto de Magdalena. Esos y otros documentos de larga y paciente investigación histórica, se perdieron a mi salida de Guatemala.

Otro suceso que dio mucho de que hablar, fue la profesión que hizo doña Violante de Padilla y el escándalo que armó don César de Carranza -su eterno enamorado- que movilizó a las milicias y las campanas sonaron a arrebato, según lo cuenta Milla en sus Nazarenos.

La Sacristí­a de la iglesia de la Limpia Concepción, fue mi sala de estudio y el lugar ideal para le lectura concentrada, la reflexión y la meditación y el callejón del Hermano Pedro, frente a su fachada principal, el sitio donde cada tarde repasé, yendo y viniendo, las lecciones de mis estudios magisteriales.