Mercaderes del templo


Las fiestas de fin de año se han desacralizado de manera gradual. La mayorí­a de gente no recuerda el origen de la Natividad. Esta época se ha convertido en ocasión de restablecer los ví­nculos familiares, de asueto en compañí­a de amigos, de recuento del año transcurrido. La tradición del pesebre, de Belén y del Mesí­as, hijo de Dios, ya no es lo más importante. Hasta los ateos más declarados festejan la Navidad sin asomo de rubor. Para la mayorí­a, el regocijo consiste en la aparente finalización de un lapso vital y no contiene ni transmite un afán de renovación espiritual.

Marco Vinicio Mejí­a

Las festividades adquirieron una marcada connotación comercial. A la par de una saturación propagandí­stica, las tiendas de departamentos y las cadenas mercantiles incrementan desmesuradamente sus ventas. Los mercaderes están cómodamente instalados en el mejor tempo, el corazón del hombre, sin atrevernos a expulsarlos.

La Navidad es tráfico, intercambio, celebración desprovista de devoción, en la mayorí­a de los casos. Se ha estimulado el «espí­ritu» consumista de muchos, seducidos por la publicidad que la anuncia como la «época más linda del año». Este parece más un tiempo de disipación, de «aligeramiento» de las existencias, pero, no se advierte que somos presas de un bombardeo incesante para obligarnos a comprar y consumir.

Este modelo de comportamiento tiene efectos en nuestra calidad de vida y en la propia situación económica. El consumo desenfrenado no es objeto de análisis crí­tico en las páginas de opinión, entre otras instancias de reflexión. Para romper ese mutismo, es necesario que la sociedad se cuestione sobre su propio estilo de vida y ponga en entredicho la noción de que tener más implica «ser más feliz».

Guatemala es un paí­s periférico, en donde se copian comportamientos ajenos, de sociedades desarrolladas en que la constante es consumir más y mejores bienes de consumo. Esa enajenación es doble porque sufrimos más debido a nuestra menor capacidad adquisitiva de bienes que sirven de estí­mulo externo para compensar el déficit interno. Además, en ellos se busca un sí­mbolo de la posición social, de «estatus».

Las clases dominantes siempre encarnan una imagen de «realización»: poder, seguridad, riquezas, comodidades, refinamiento y cultura. Las personas que se afanan en imitarlas, pierden la capacidad autónoma de definir lo que es digno de ser poseí­do, mientras la conformación de sus gustos y preferencias queda supeditada a los valores de unos pocos «privilegiados». Este análisis constituye el elemento clave, donde hunde sus raí­ces la ideologí­a del consumismo, sin bien con otros aspectos mediáticos y publicitarios.

El consumo de bienes comunes satisface necesidades fí­sico-objetivas y, en consecuencia, tiene un punto de saturación. Por el contrario, el bienestar y la satisfacción de los bienes de posición o «relacionales» se miden en comparación con los de otros consumidores y otros momentos históricos, lo que implica la ausencia de un lí­mite, pues el afán de diferenciarse de los demás es interminable.

Esta situación, está llevando a los consumidores de los paí­ses de economí­as dependientes, como es el caso de Guatemala, al sobreendeudamiento, es decir, gastar más que los propios ingresos y, de esa manera, convertirse en prisioneros del sistema.