Las fiestas de fin de año se han desacralizado de manera gradual. La mayoría de gente no recuerda el origen de la Natividad. Esta época se ha convertido en ocasión de restablecer los vínculos familiares, de asueto en compañía de amigos, de recuento del año transcurrido. La tradición del pesebre, de Belén y del Mesías, hijo de Dios, ya no es lo más importante. Hasta los ateos más declarados festejan la Navidad sin asomo de rubor. Para la mayoría, el regocijo consiste en la aparente finalización de un lapso vital y no contiene ni transmite un afán de renovación espiritual.
Las festividades adquirieron una marcada connotación comercial. A la par de una saturación propagandística, las tiendas de departamentos y las cadenas mercantiles incrementan desmesuradamente sus ventas. Los mercaderes están cómodamente instalados en el mejor tempo, el corazón del hombre, sin atrevernos a expulsarlos.
La Navidad es tráfico, intercambio, celebración desprovista de devoción, en la mayoría de los casos. Se ha estimulado el «espíritu» consumista de muchos, seducidos por la publicidad que la anuncia como la «época más linda del año». Este parece más un tiempo de disipación, de «aligeramiento» de las existencias, pero, no se advierte que somos presas de un bombardeo incesante para obligarnos a comprar y consumir.
Este modelo de comportamiento tiene efectos en nuestra calidad de vida y en la propia situación económica. El consumo desenfrenado no es objeto de análisis crítico en las páginas de opinión, entre otras instancias de reflexión. Para romper ese mutismo, es necesario que la sociedad se cuestione sobre su propio estilo de vida y ponga en entredicho la noción de que tener más implica «ser más feliz».
Guatemala es un país periférico, en donde se copian comportamientos ajenos, de sociedades desarrolladas en que la constante es consumir más y mejores bienes de consumo. Esa enajenación es doble porque sufrimos más debido a nuestra menor capacidad adquisitiva de bienes que sirven de estímulo externo para compensar el déficit interno. Además, en ellos se busca un símbolo de la posición social, de «estatus».
Las clases dominantes siempre encarnan una imagen de «realización»: poder, seguridad, riquezas, comodidades, refinamiento y cultura. Las personas que se afanan en imitarlas, pierden la capacidad autónoma de definir lo que es digno de ser poseído, mientras la conformación de sus gustos y preferencias queda supeditada a los valores de unos pocos «privilegiados». Este análisis constituye el elemento clave, donde hunde sus raíces la ideología del consumismo, sin bien con otros aspectos mediáticos y publicitarios.
El consumo de bienes comunes satisface necesidades físico-objetivas y, en consecuencia, tiene un punto de saturación. Por el contrario, el bienestar y la satisfacción de los bienes de posición o «relacionales» se miden en comparación con los de otros consumidores y otros momentos históricos, lo que implica la ausencia de un límite, pues el afán de diferenciarse de los demás es interminable.
Esta situación, está llevando a los consumidores de los países de economías dependientes, como es el caso de Guatemala, al sobreendeudamiento, es decir, gastar más que los propios ingresos y, de esa manera, convertirse en prisioneros del sistema.