Llegamos a diciembre, el mes de la luz. Es, sin embargo, el mes más oscuro del año ya que nuestro hemisferio, el hemisferio norte, se inclina en oposición al sol. Por eso sus días se acortan hasta llegar a la noche más larga del año. Se repiten las postales de campos blancos cubiertos de nieve, con ríos congelados, paisajes románticos pero duros. El frío estruja al aire y las sombras se despliegan más temprano; en Guatemala pasadas las seis de la tarde empieza a oscurecer. Suena pues contradictorio que sea el mes iluminado.
Desde el mes de julio poco se piensa en las tinieblas, pero van creciendo de manera casi subrepticia, que no se puede percibir de un día a otro, pero ya en septiembre es evidente que ensombrece cada vez más temprano. Este proceso sigue avanzando hasta diciembre; si continuara esa progresión la noche engulliría los días, llegaría la noche eterna. Pero hay un momento en que el proceso se revierte y son las horas de luz las que paulatinamente van avanzando. Desde hace tiempo los seres humanos han descubierto que existe un punto donde termina la oscuridad y empieza a recobrarse la luz. Ese punto de inflexión es el 21 de diciembre, el solsticio de invierno. Y es precisamente en ese extremo de tinieblas donde se enciende la luz de la esperanza. La fuerza renovadora que viene en rescate de la luz. Lo que se celebra no es la abundancia de luz sino la búsqueda de la luz.
Por eso las distintas culturas a través de los siglos han celebrado el triunfo sobre la oscuridad en estos meses invernales (algunos con fechas movibles). Los hindús han venido festejando por milenios el Diwali, dura cinco días y cae casi siempre en noviembre, se le conoce como el Festival de las Luces; las casas se adornan y se colocan lámparas de aceite y velas. Para los budistas el Loi Krathong es también un festival de luces que por lo general es a finales de noviembre; para honrar a Buda los devotos sueltan a la deriva barquitos de papel o madera, en donde insertan velas con papeles de colores. Los romanos conmemoraban las Saturnales, del 17 al 23 de diciembre, con velas y antorchas, preparaban la fiesta del Sol Invictus, que coincidía con la entrada del astro rey en el signo de Capricornio. Conmemoraciones similares podemos descubrir en casi todas las civilizaciones.
En un contexto más cercano, la tradición judía celebra también la Fiesta de las Luces, conocida como Hanukkah, que se representa por un candelabro de nueve velas y conmemora el milagro que presenciaron en el candelabro principal del Templo de Jerusalén el que, sin tener aceite, alumbró por ocho días en tanto se obtenía el aceite ritualmente puro. Rememora, asimismo, el triunfo de los macabeos que derrotaron a Antíoco IV Epifanes (de los herederos políticos de Alejandro Magno) quien había prohibido toda manifestación de la fe del pueblo de Israel.
Nosotros exaltamos el nacimiento de Jesús. Por eso se adornan las casas con luces, se engalana al arbolito también con luces. Pero estos son solo aspectos externos, la luz que verdaderamente debemos encender y mantener está adentro. Bien por las luces de las casas, pero estas son externas; bien por los fuegos artificiales que son espectaculares pero fugaces, muy fugaces. La luz que llevamos dentro debe irradiar a nuestra familia, compañeros de trabajo, amigos, extraños que vemos en la calle y sobre todo debe relucir en esa cara que vemos todos los días en el espejo.