En marzo de 2005 recibí un llamado de Ibán Murube. Regresaba de un safari por Namibia y decidió seguir camino a Guatemala. Es un amigo entrañable, quien además de naturalista y cazador es odontólogo de profesión.
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Esta vez intentaríamos ubicar a los cocodrilos de agua salada en Motagua Viejo. No lo habíamos logrado con Brent Steury del National Park Service dos años atrás. Dispusimos de una lancha tiburonera con dos motores potentes. En tres horas completamos el recorrido dando la vuelta por Punta de Manabique. Navegamos desde el Cabo Tres Puntas hasta la desembocadura del canal, a sólo 15 kilómetros de Motagua Viejo. El lugar para asegurar la lancha en Motagua Viejo fue un frondoso árbol de mangle blanco que se había convertido con el tiempo en un lugar emblemático. Bajo sus ramas pasó durmiendo 24 horas Miguel Castillo, un buceador de Barrios que me solía acompañar como motorista. Aunque nunca supe la razón, era conocido con el peculiar sobrenombre de Culo de Sapo, no enseñaba nada peculiar en esa parte de su anatomía. Miguel había salido de los Cayos Zapotillos en el sur de Belice hacia Punta de Manabique después de una buena pesca de langostas. Navegaba en una lancha de apenas 15 pies, fabricada con sobras de fibra de vidrio. Pasado el mediodía, una tormenta que levantaba olas de más de diez metros echó a pique la lancha. La marejada duró toda la noche, él sobrevivió amarrándose a un tubo de llanta. Fue llevado a donde quiso el mar, al amanecer vio en la distancia las luces de Omoa. La corriente lo había arrastrado frente a esa costa 20 millas al Este. Esa noche viendo las estrellas, creyó soñar cuando estuvo flotando al lado de un enorme tiburón ballena. Pasó otro día. Al entrar la noche pensaba que no viviría, cuando otra corriente lo arrastró de regreso y lo arrojó bajo aquel árbol en la playa.
Amarramos la lancha en el árbol del milagro, a eso del mediodía, frente a la barra que desagua el cauce del río. En el estuario se podían ver una buena cantidad de cocodrilos, cruzando para poner sus huevos en la arena a la hora más fuerte del sol. Una vez logrado, las hembras se retiraron a una corta distancia para cuidarlos de los depredadores. Al nacer las crías tiempo más tarde, las transportaron hacia un lugar cercano más seguro, dentro del agua. Es durante este proceso que hay que mantenerse a distancia previendo el ataque de un animal de casi una tonelada de peso y 15 pies de largo. En esa misma temporada del año los cazadores furtivos de la costa del golfo buscan los huevos de cocodrilo y también las iguanas huevadas que se acercan por millares a las playas. Colocan redes de pesca a lo largo de la orilla arenosa en donde quedan aprisionadas. Durante la Semana Santa unas 10 mil iguanas son vendidas en los comedores a lo largo de la costa. En las vecindades de Honduras. El espacio de las barras que forma el río Motagua al desembocar en el mar es un último refugio de vida salvaje. El avance de la frontera agrícola a lo largo del río Motagua desde las tierras que fueron el imperio de la UFCO, ha sido inexorable. Las entidades conservacionistas que trabajan en el área parecen no conocer la realidad, si la conocen parecen ignorarla. Los llamados de auxilio a lo largo de los años han sido múltiples. Ese último año con Ibán Murube, revivimos recuerdos de lo que juntos vivimos los primeros años. De esos tiempos tengo grabada una imagen: las madres con sus hijos camino de la consulta. Caminaban descalzos por la playa agarrados de la mano; otras veces los niños adelante correteando, han pasado 13 años. Hace apenas unas noches el Canal de los Ingleses apareció, como me suele suceder, en mis sueños. Un hada había logrado que todo volviera a ser como fue. Los cocodrilos abundaban en las ciénagas. Los tigres salían a la orilla de la playa para ver las olas del mar. En la quietud de las noches los zaraguates aullaban en coro junto a los escombros de la casa de Laguna Escondida. Los hombres malos dejaron de llegar. La pesca era abundante y el arrecife volvió a tener vida. La Luna y el Sol seguían siendo imponentes cuando se perfilaban en el horizonte. Las estrellas en las noches sin bruma alumbraban cada vez más, para competir con las luciérnagas en la oscuridad. Todo parecía igual, al fin y al cabo era el mismo Sol, el mismo mar y la misma Luna, la misma tierra prodigiosa que existió desde siempre… volvió a ser como un día fue.