Los hijos de la pareja a cargo de Laguna Escondida, un par de muchachos avispados, salían a las seis de la mañana con el pelo todavía mojado camino de la escuela. Tenían que caminar cuatro kilómetros, los veía alejarse por la orilla del mar, a esa hora en que los pelícanos volaban en formación sobre las olas para procurarse la primera comida del día. Se perdían a lo lejos dando patadas a los botes de plástico que había arrojado la marea. Un día regresaron contando que habían encontrado un jaguar cerca de los restos de un gran pez que había sacado el oleaje. La escuela, llamada así, un cuarto sin ventanas con techo de lámina en medio del sol ardiente estaba a la orilla del mar. El maestro se ausentaba grandes temporadas viajando hacia Puerto Barrios, cuando se atrasaba varios meses su paga, en una de tantas ya no regresó. La esperanza de tener maestro volvía al tiempo de elecciones cuando los candidatos que no conocían el lugar, ofrecían por la radio que cambiarían las cosas.
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En esos días conocí a don David Zaldívar, el patriarca de la aldea de San Francisco del Mar quien se había quedado ciego, ahora veo mejor dentro de mi alma, me dijo con resignación. Tenía más de 90 años y las cataratas ya maduras le impedían la visión. Lo llevamos donde unos gringos a un barco hospital que llegó a Puerto de Santo Tomás. Luego de la operación, como el ciego del Evangelio recobró la vista. El viejo había conocido aquellos lugares desde niño, cuando las selvas permitían ver toda clase de animales en los alrededores. Lo veía caminar por la playa hasta la desembocadura del Canal Inglés que formaba una barra frente a la aldea de Jaloa. En ese lugar la Semana Santa anterior un cocodrilo de más de 15 pies se llevó a una mujer que lavaba en la orilla del agua. Con la mejor marea, a la hora de la repunta, don David lanzaba la cuerda antes que reventara la ola y esperaba; al poco rato jalaba de un solo y venía de regreso todavía revoloteando un róbalo de por lo menos diez libras. Con toda parsimonia lo desenganchaba y repetía la operación. Un día de septiembre del mismo año en que murió mi niña, él también fue llamado al cielo. Lo encontraron en la Laguna dentro de su canoa con el cordel de pesca en la mano, se había quedado dormido para siempre.
Un hombre «ya establecido», me decía una vez un viejo amigo, debe tener una esposa o compañera; yo tuve las dos versiones personificadas en Cristy, mi esposa. Se fajó esos años acompañándome en aquellas condiciones inhóspitas cuando llegamos a Remolino, un lugar en la desembocadura del canal en donde la
Cooperación Española mantenía un Refugio de Vida Silvestre. La pasábamos en un cuartucho con bonita vista al mar, que servía de clínica y dormitorio sin luz ni agua corriente. El baño diario era en el mar y las otras necesidades al aire libre. En más de una ocasión nos llegó a ver mi primo Héctor Menéndez, como un caballero andante llegó con su cámara al hombro tratando de ser útil, con su buen humor y amena charla nos hizo pasar buenos ratos.
Al maestro que atendía a los niños de la aldea de Remolino le tocaba más duro. Tenía que dormir en una bodega en donde don Rafa, el dueño de la única lancha a motor, guardaba la gasolina. No había forma de convencer al joven que pernoctara colocando su pabellón a la intemperie. El pobre hombre le tenía miedo a la selva y sus mil ruidos durante la noche. Se perdía un juego de luces en la imaginación cuando las estrellas que a veces brillaban tanto iluminaban hasta la profundidad de los pensamientos.
También había tragedia en aquellos lugares. Una noche unos hombres que hablaban con acento colombiano bajaron de una lancha tiburonera en la aldea de Villafranca. Llegaba aderezada con dos motores de 250 caballos y lucía tan rápida y reluciente que parecía que podría participar en un railey acuático. La cuadrilla de maleantes que se bajaron parece ser que venían desde las Islas de la Bahía. Habían llegado a cobrarse una deuda por un cargamento de coca perdido. Caminaron a la playa durante la bajamar y ametrallaron a una familia entera incluyendo a los niños, luego volvieron a su nave y se perdieron en la distancia.
Don Chabelo es otra historia de tristeza. Vivía junto al Canal en un lugar llamado Tabladas. Se le metió el diablo atraído por los espejuelos de la gran ciudad y se fue con los tres hijos y la mujer a Barrios. Recibió como pago por su tierra algo de dinero y un camión destartalado.
A uno de sus tres hijos que se movía por la selva lleno de vida, lo volví a ver en el Puerto. Había dejado de ser feliz y sus ojos habían perdido el brillo al dejar atrás la selva, con cara de tristeza hacia de ayudante de albañil cuando había trabajo. Al poco tiempo el padre los había abandonado yéndose con la mesera de un bar. Cuando el dinero se terminó vendió lo que quedaba del camión que nunca había aprendido a manejar. A los otros dos hijos los mataron los sicarios encargados de la «limpieza social» por haber robado un motor. (continuará)