Memoria del canal de los ingleses (II entrega)


Los hijos de la pareja a cargo de Laguna Escondida, un par de muchachos avispados, salí­an a las seis de la mañana con el pelo todaví­a mojado camino de la escuela. Tení­an que caminar cuatro kilómetros, los veí­a alejarse por la orilla del mar, a esa hora en que los pelí­canos volaban en formación sobre las olas para procurarse la primera comida del dí­a. Se perdí­an a lo lejos dando patadas a los botes de plástico que habí­a arrojado la marea. Un dí­a regresaron contando que habí­an encontrado un jaguar cerca de los restos de un gran pez que habí­a sacado el oleaje. La escuela, llamada así­, un cuarto sin ventanas con techo de lámina en medio del sol ardiente estaba a la orilla del mar. El maestro se ausentaba grandes temporadas viajando hacia Puerto Barrios, cuando se atrasaba varios meses su paga, en una de tantas ya no regresó. La esperanza de tener maestro volví­a al tiempo de elecciones cuando los candidatos que no conocí­an el lugar, ofrecí­an por la radio que cambiarí­an las cosas.

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

En esos dí­as conocí­ a don David Zaldí­var, el patriarca de la aldea de San Francisco del Mar quien se habí­a quedado ciego, ahora veo mejor dentro de mi alma, me dijo con resignación. Tení­a más de 90 años y las cataratas ya maduras le impedí­an la visión. Lo llevamos donde unos gringos a un barco hospital que llegó a Puerto de Santo Tomás. Luego de la operación, como el ciego del Evangelio recobró la vista. El viejo habí­a conocido aquellos lugares desde niño, cuando las selvas permití­an ver toda clase de animales en los alrededores. Lo veí­a caminar por la playa hasta la desembocadura del Canal Inglés que formaba una barra frente a la aldea de Jaloa. En ese lugar la Semana Santa anterior un cocodrilo de más de 15 pies se llevó a una mujer que lavaba en la orilla del agua. Con la mejor marea, a la hora de la repunta, don David lanzaba la cuerda antes que reventara la ola y esperaba; al poco rato jalaba de un solo y vení­a de regreso todaví­a revoloteando un róbalo de por lo menos diez libras. Con toda parsimonia lo desenganchaba y repetí­a la operación. Un dí­a de septiembre del mismo año en que murió mi niña, él también fue llamado al cielo. Lo encontraron en la Laguna dentro de su canoa con el cordel de pesca en la mano, se habí­a quedado dormido para siempre.

Un hombre «ya establecido», me decí­a una vez un viejo amigo, debe tener una esposa o compañera; yo tuve las dos versiones personificadas en Cristy, mi esposa. Se fajó esos años acompañándome en aquellas condiciones inhóspitas cuando llegamos a Remolino, un lugar en la desembocadura del canal en donde la

Cooperación Española mantení­a un Refugio de Vida Silvestre. La pasábamos en un cuartucho con bonita vista al mar, que serví­a de clí­nica y dormitorio sin luz ni agua corriente. El baño diario era en el mar y las otras necesidades al aire libre. En más de una ocasión nos llegó a ver mi primo Héctor Menéndez, como un caballero andante llegó con su cámara al hombro tratando de ser útil, con su buen humor y amena charla nos hizo pasar buenos ratos.

Al maestro que atendí­a a los niños de la aldea de Remolino le tocaba más duro. Tení­a que dormir en una bodega en donde don Rafa, el dueño de la única lancha a motor, guardaba la gasolina. No habí­a forma de convencer al joven que pernoctara colocando su pabellón a la intemperie. El pobre hombre le tení­a miedo a la selva y sus mil ruidos durante la noche. Se perdí­a un juego de luces en la imaginación cuando las estrellas que a veces brillaban tanto iluminaban hasta la profundidad de los pensamientos.

También habí­a tragedia en aquellos lugares. Una noche unos hombres que hablaban con acento colombiano bajaron de una lancha tiburonera en la aldea de Villafranca. Llegaba aderezada con dos motores de 250 caballos y lucí­a tan rápida y reluciente que parecí­a que podrí­a participar en un railey acuático. La cuadrilla de maleantes que se bajaron parece ser que vení­an desde las Islas de la Bahí­a. Habí­an llegado a cobrarse una deuda por un cargamento de coca perdido. Caminaron a la playa durante la bajamar y ametrallaron a una familia entera incluyendo a los niños, luego volvieron a su nave y se perdieron en la distancia.

Don Chabelo es otra historia de tristeza. Viví­a junto al Canal en un lugar llamado Tabladas. Se le metió el diablo atraí­do por los espejuelos de la gran ciudad y se fue con los tres hijos y la mujer a Barrios. Recibió como pago por su tierra algo de dinero y un camión destartalado.

A uno de sus tres hijos que se moví­a por la selva lleno de vida, lo volví­ a ver en el Puerto. Habí­a dejado de ser feliz y sus ojos habí­an perdido el brillo al dejar atrás la selva, con cara de tristeza hacia de ayudante de albañil cuando habí­a trabajo. Al poco tiempo el padre los habí­a abandonado yéndose con la mesera de un bar. Cuando el dinero se terminó vendió lo que quedaba del camión que nunca habí­a aprendido a manejar. A los otros dos hijos los mataron los sicarios encargados de la «limpieza social» por haber robado un motor. (continuará)