Durante la guerra, lo recuerdo muy bien, vivimos tiempos de un terror inédito, determinado fundamentalmente por las desapariciones forzadas, las torturas y las muertes extrajudiciales, producto de las desavenencias ideológicas que todos conocemos y por la participación directa en la confrontación armada entre el Ejército y la guerrilla. Muchos conocidos y algunos amigos y compañeros de clase fueron víctimas de ese enfrentamiento y nunca los volvimos a ver.
A esa guerra interna que nos marcó como generación que la vivimos en carne propia, directa o indirectamente, durante los mejores años de nuestra juventud, se le ha llamado, «guerra sucia». Sucia, supongo, por los métodos y procedimientos que ambos bandos utilizaron para alcanzar sus objetivos, como si hubiera guerras limpias, o lo que es lo mismo, una violencia sucia en oposición a una violencia limpia. ¿Habrá, pues, una guerra limpia, cuando el objetivo es siempre imponer la voluntad de unos sobre otros, violentamente? ¿O hay una manera limpia y otra sucia de matar a nuestros semejantes? Toda manifestación de violencia y, por supuesto, el terror que conlleva, sólo pone de manifiesto una cosa: el fracaso de la razón, o sea, en la perspectiva social y política, el fracaso del Estado y de sus instituciones.
Pero dejemos por un lado lo anterior. Sobre lo que quiero llamar la atención es sobre el terror y la violencia que actualmente enfrentamos. Realmente me parecen más dramáticos que los anteriores por cuanto sus motivaciones no son ni políticas ni ideológicas. Si la guerra que vivimos durante nuestra juventud fue «sucia», esta que hoy vivimos tendríamos que llamarla «asquerosa, porque es una guerra declarada a la institucionalidad del país, promovida por sectores (poderes paralelos) que se benefician directamente y sin escrúpulos de la zozobra y de la anarquía que su obrar genera. La guerra que hoy se libra no tiene ningún objetivo estrictamente político, es una guerra contra la independencia y soberanía del Estado, lo que es casi lo mismo decir, contra el país. Y ahora, más que durante la guerra «sucia», el enemigo se ha infiltrado en todos los órdenes de nuestras vidas, al amparo de todas las instituciones políticas que, hoy por hoy, sobreviven infiltradas por la mafia y la podredumbre cívica.
La violencia y el terror que hoy vivimos, son más agudos y dramáticos; más generalizados y extensos que los generados durante la guerra «sucia».