Hace algún tiempo relaté el drama de un antiguo trabajador de La Hora que tuvo que abandonar la casa que con mucho empeño y trabajo había construido porque los pandilleros del barrio lo empezaron a extorsionar al punto que le hicieron la vida imposible. Tras vivir en su propia casa, ahora tiene que estar arrimado con algunos parientes y pagando renta, pero lo más grave de todo es que este amigo ha perdido no sólo su casa sino su salud y estabilidad emocional.
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Hemos hecho todo lo que está en nuestra mano para ayudarlo, buscando opinión profesional de médicos internistas y psiquiatras, pero el hombre no encuentra paz y cada vez que piensa en lo que ha sufrido a causa de los criminales, que en mala hora empezaron a extorsionarlo, vuelve a descomponerse y retrocede lo poco que avanza gracias a los servicios médicos.
El problema no es extraordinario, sino que forma parte de lo cotidiano en el país porque todos los días cientos de personas son víctimas de la extorsión que les arrebata la paz emocional y les hunde en la psicosis colectiva que caracteriza la vida de los guatemaltecos. Otro amigo me contó que recientemente recibió en su negocio una llamada en la que le exigieron dinero y le instruyeron que depositara una fuerte cantidad en una cuenta bancaria. Al llegar al banco, fue atendido diligentemente por personal que le preguntó si era víctima de extorsión, y le indicaron el procedimiento para realizar la transacción. Por supuesto el banco cobró una cantidad por el «servicio» que, según le dijeron al amigo en la fiscalía cuando presentó la denuncia, es pan nuestro de cada día.
La tecnología está al servicio de los criminales que pueden eliminar el número de su teléfono en el identificador de llamadas y que tienen bancos completos a su servicio que no sólo lucran con las operaciones, sino que, además, protegen la identidad de los propietarios de las cuentas en las que se hacen los depósitos alegando el privilegio del secreto bancario. En otras palabras, el sistema que se diseña para proteger a la gente honrada termina siendo puesto al servicio de los criminales que tranquilamente usan todos los medios a su alcance para atemorizar a la población y sacarle raja a esa sensación generalizada de miedo.
Muchos de los que son víctimas de extorsión no acuden a presentar denuncia porque tienen temor, totalmente justificado, de que los delincuentes tengan cuijes dentro de la misma Policía que les alerten cuando se pide investigar el hecho. Desafortunadamente las autoridades no son del todo confiables y la población tiene razones para dudar de su integridad a la hora de conocer de estos hechos, por lo que muchos prefieren pagar, dando gusto así al delincuente, en vez de buscar apoyo de las fuerzas de seguridad.
Pero volviendo al caso del compañero de trabajo en La Hora, veo que el problema no es únicamente la pérdida de dinero que genera la extorsión, sino la forma en que cambia la vida a las víctimas del crimen porque no pueden volver a vivir en paz. Nuevamente me pregunto, ¿podrán dormir tranquilos quienes nos gobiernan (la pareja presidencial se dice ahora), sabiendo que miles de guatemaltecos están en permanente zozobra por el avance incontenible del crimen organizado? Mi amigo Juan no es parte de la estadística mortal, afortunadamente, pero puedo dar fe que lo que está pasando no se le puede llamar vida, porque se ha desquiciado el pobre como consecuencia de la pérdida de su vivienda y, lo peor de todo, de su paz interior y de la estabilidad emocional.