Martí­ y la condición del hombre americano


Camilo Garcí­a

En las postrimerí­as del siglo XIX era un hecho más o menos constatable y visible para los intelectuales americanos el fracaso de los Estados surgidos de la independencia para dirigir los destinos de los pueblos de acuerdo a los ideales republicanos que la mayorí­a de los próceres habí­an enarbolado. Las sucesivas y prolongadas tiraní­as de caudillos civiles y militares que se instalaron en varios de los paí­ses recién independizados como Paraguay con El Supremo Gaspar de Francia, en la Argentina con Juan Francisco Rosas, o más tarde en México con Porfirio Diaz, o las guerras civiles que se sucedieron sin descanso en Colombia durante casi todo el siglo XIX fueron la prueba elocuente de la incapacidad de las clases sociales dominantes de organizar un Estado que cumpliera los ideales polí­ticos de libertad emanados de la Revolución Francesa que inspiraron la gesta de la independencia o que preservaran a la sociedad de los conflictos violentos que poní­an en peligro su propia integridad. En ese tiempo, en América Latina el interrogante por las razones de ese incumplimiento se puso al orden del dí­a. Y las respuestas que los cí­rculos liberales intelectuales y polí­ticos no han dejado de repetir hasta nuestros dí­as son que las dificultades que ha tenido la república para instaurarse plenamente en la vida de estos paí­ses obedece a la falta de aceptación y consenso completo en todos los sectores de la sociedad sobre la necesidad incondicional de los valores democráticos.


Sin embargo, Martí­, colocado frente al mismo problema central, intenta recorrer un camino diferente. Para él, ciertamente no se trataba de desestimar el ideal de la república libre, sin el cual serí­a inconcebible construir un Estado acorde a las necesidades propias de los pueblos americanos, sino de mostrar que esa explicación era en esencia insuficiente, porque pasaba por alto los rasgos que conforman la condición real del ser de esos pueblos sobre los cuales pretenden recaer las formas de su ejercicio. Explicar el incumplimiento del ideal republicano asumido desde la independencia por la falta de decisión o voluntad democrática de los agentes sociales era omitir lo que constituí­a el factor principal de esa ausencia, a saber, la ignorancia de las capas cultas e ilustradas y de los polí­ticos dirigentes de estos paí­ses de la realidad humana que los componí­a. Pues, a pesar de ser hombres de letras formados en los patrones culturales europeos, desconocí­an lo esencial, la imagen viva, natural y espiritual de los hombres que gobernaban o aspiraban a gobernar.

Ahora bien, la ignorancia sobre las caracterí­sticas de este universo humano no era en la época, ni lo es aún todaví­a, un acto involuntario o inocente, sino más bien el resultado de un tipo de formación académica y universitaria centrada exclusivamente en la transmisión de los valores culturales y saberes cientí­fico-técnicos forjados en Europa o en Estados Unidos; en suma, en paí­ses diferentes. El contenido de la enseñanza de las instituciones académicas latinoamericanas se estableció a espaldas del sujeto primordial de la existencia de cada uno de los paí­ses. El saber que difundí­an entre los jóvenes que acudí­an a sus aulas para prepararse a desempeñar las tareas de administración y dirección polí­tica del Estado era ajeno al problema de las condiciones fundamentales de ser de sus pueblos. Por eso se pregunta Martí­ en su fundamental ensayo Nuestra América: «Â¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos americanos? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen». Formados intelectualmente sobre la base de este vací­o cultural esencial, los dirigentes de los paí­ses latinoamericanos se hicieron incapaces de asegurar la organización de un orden polí­tico libre que sirviera real y efectivamente a los intereses más propios y auténticos de sus pueblos.

¿Cuáles son, entonces, esos elementos peculiares de los pueblos americanos que desconocen sus dirigentes, que ignoran quienes definen desde las esferas del poder polí­tico su destino? El principal de estos elementos que ordena todos los demás es la constitución doblemente mestiza, fí­sica y espiritual, que identifica en la escena del mundo al hombre americano, al hombre natural del pueblo. Forma exterior e interior de un ser humano que se comenzó a labrar en toda extensión desde la conquista y que, sin embargo, los descendientes de los españoles, los criollos que tomaron el relevo en el poder después de la independencia, no quisieron admitir o asumir como lo que es, como un elemento sustancial de la constitución de las naciones que dirigen. Pues es esta condición la que define, según Martí­, el rasgo sustancial de su existencia socio-cultural. De ahí­, que la batalla esencial que parece recorrer la construcción de la historia de los paí­ses americanos no sea para él entre la civilización y la barbarie, como Sarmiento lo expuso en su Facundo, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre civilizado, que supuestamente tiene el saber suficiente para identificar las formas de lo real que lo rodean, es en el fondo portador, tal vez sin saberlo, de lo contrario: de un no saber sobre ese mundo humano en que vive y que pretende gobernar. Y en cambio, el que es considerado como bárbaro es en verdad algo muy diferente: un hombre simplemente natural cuya constitución y fisonomí­a real brota de la riqueza multicultural de su mestizaje. Su presencia fí­sica en la mayorí­a de los miembros de las sociedades latinoamericanas y espiritual en todas las creaciones propias de su cultura ha sido un elemento decisivo y profundo que no ha podido ser borrado o destruido por el permanente desconocimiento ideológico de los cí­rculos del poder polí­tico e intelectual del continente. í‰ste persiste y se amplí­a todos los dí­as como para refutar en la vida la equí­voca pretensión de quienes creen ser los herederos puros de los viejos conquistadores o de los nuevos inmigrantes europeos. Uno de los signos de la falsa conciencia que los sectores sociales dominantes han construido es esta imagen que representa como algo irreal o inexistente la existencia del ser mestizo.

Pero a pesar de su negación sistemática, este fenómeno, como se sabe, ha tenido un significado trascendental en el mundo moderno al poner en escena la imagen de un tipo de ser humano completamente nuevo e inédito en la trayectoria histórica del conjunto de la humanidad. Si bien es el resultado de un acto originalmente violento y destructivo llevado a cabo por los españoles, la imagen mestiza del hombre americano actual encierra la conjunción de rasgos y elementos diversos provenientes de diferentes razas y culturas -de los indí­genas, de los blancos europeos y de los negros africanos- que establece, sin embargo, una diferencia irreductible con ellas, con el origen múltiple de donde surgió. El hombre mestizo americano no es ni fí­sica ni culturalmente igual a los diversos pueblos que están en la base de su formación. Los contiene parcial y fragmentariamente a todos ellos sin poderse identificar por separado con ninguno de ellos. La reunión en su cuerpo y su alma de esos elementos de origen diferente lo convierten en un ser especí­fico que no es ni superior ni inferior a los antepasados que lo constituyeron porque en él y a través de él prolongan su presencia. Con el idioma castellano, heredado de los conquistadores, ordena y comunica sus emociones vitales, sus creencias y sus pensamientos abstractos; con el movimiento rí­tmico de su cuerpo sigue e imita los sonidos musicales de los antiguos esclavos africanos y con su canto melancólico revive el sentimiento profundo de los indí­genas avasallados. Alrededor de las figuras y cultos dominantes de la religión cristiana subsisten los vestigios de las deidades polimorfas de los antiguos pueblos sometidos. En el ser mestizo tomaron presencia real y simbólica en las tierras americanas los hombres diversos de casi todo el planeta para integrar la imagen de su figura en la que, sin embargo, no hallan el reflejo de la propia al haber quedado transformada por la intervención de las demás. Condensando simbólicamente en su imagen fí­sica y espiritual la diversidad humana del mundo, el hombre mestizo americano se hizo históricamente diferente a cada uno de los integrantes de esa diversidad, es decir, se volvió idéntico a sí­ mismo.

Este hecho hace que el hombre natural del pueblo sea portador espontáneo de un rico contenido cultural. No obstante ser, en muchas ocasiones ignorante de las reglas refinadas de convivencia cotidiana elaboradas en la civilización occidental o de sus saberes cientí­fico-técnicos especializados, su existencia cultural condensa profusamente materiales de diversas tradiciones. Esta riqueza y complejidad de su alma es el factor que se ha opuesto activamente al intento, sistemático y reiterado de los sectores sociales del poder, de convertirlo en un mero objeto de explotación económica o de opresión y manipulación polí­tica. La existencia del mundo de la vida en el que reproducen cotidianamente los sí­mbolos culturales con los que afirman su identidad subjetiva es suficientemente significativa como para disolver, así­ sea por un breve tiempo que se aspira a repetir, los efectos del dominio que sufren. Pues ahí­, ha logrado la posibilidad de reconocerse a sí­ mismo, de identificar, viviendo, las formas propias de su ser, y dejar, así­ sea provisionalmente, sin efecto y sin realidad la voluntad del poder que se empeña en negarlo.

Pero al mismo tiempo, el limitado y precario alcance que ha tenido esta oposición cultural espontánea al dominio que objetiva o destruye la vida real de sus portadores es el que explica, en gran parte, el fracaso -que sólo en estos últimos años pareciera comenzar a remontarse- del proyecto, que se anunció desde la Independencia, de construir un orden polí­tico verdaderamente democrático en los paí­ses del continente. Las reservas y potencialidades inherentes al mestizaje cultural no han sido suficientes para contener el avasallante peso del ejercicio de las formas coercitivas y violentas del poder polí­tico. El carácter abierto y diverso que lo define no ha podido fijar y determinar los esquemas básicos de la vida pública; ésta siempre ha permanecido lejana y extraña a la forma de este mundo que la rodea cotidianamente, sin escuchar el í­ntimo rumor de integración de lo diferente que lleva en su seno, porque los agentes sociales del dominio no han querido reconocer la presencia real de ese mundo socio-cultural, la figura del Otro, donde yacen las fuentes de su propia vida. Hace un siglo el discurso de Martí­ reclamó perentoriamente ese reconocimiento para eliminar los fundamentos «culturales» de las formas antidemocráticas de la organización del Estado. Hoy, a pesar de los progresos formales e institucionales logrados en esta dirección, la negación real de esta condición continúa siendo un signo de la conducta de los sujetos del poder. Pues en el fondo, la historia de las instituciones polí­ticas del dominio en América Latina ha sido la historia de una abierta o disimulada negación de lo más propio de la vida de los hombres sobre los que recaen las formas de su ejercicio; ha sido la historia de la no presencia en los actos y decisiones polí­ticas fundamentales de la figura real y simbólica de los pueblos que trazan precisamente el camino de esa historia.