Marí­a Félix, el mito más bello


Vino al mundo el mismo dí­a en que murió, el 8 de abril. El primer nacimiento de Marí­a Félix fue en 1914, en ílamos, Sonora, en el norte de México. Según Octavio Paz, «Marí­a nació dos veces: sus padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí­ misma». De niña pasaba muchas horas con su hermano Pablo, con quien se sentí­a comprendida, amada, y juntos cabalgaban sin destino fijo bajo el sol. A los padres no les gustó ese exceso de amor y enviaron a Pablo a una escuela militar. Un dí­a, avisaron de la repentina muerte de Pablo. Con ese suceso le llegó temprano la desolación.

Marco Vinicio Mejí­a

La familia se mudó a Guadalajara, donde Marí­a conoció a Enrique ílvarez, su primer marido, el padre de su único hijo, también Enrique. Con esa boda a los 14 años, Marí­a Félix se liberó del suave dogal de la familia. Su encierro duró siete años y salió, pobre y libre, hacia la capital de México. Después se casó con Agustí­n Lara. Su tercer enlace con Jorge Negrete fue como si se unieran unos primos muy queridos, quienes viví­an un poco lejos. La relación más larga la tuvo con Alex Berger, que en 1974 falleció en Parí­s, ciudad en donde la pareja pasaba gran parte del año.

El destino quiso que al caminar por la calle, en 1940, se cruzara con el director Fernando Palacios, quien le propuso hacer cine. La joven aceptó el desafí­o y estudió arte escénico durante dos años. En 1942 protagonizó el film «El peñón de las ánimas» junto al consagrado Jorge Negrete, quien no le hizo fácil el comienzo. «Hablando a lo macho, no pienso servir de escalón a muchachas inexpertas que quieren hacer carrera en el cine a mi amparo», afirmaba. Marí­a no se quedó atrás: «Hablando a lo hembra, admito que usted es muy bueno como cantante, pero como actor es malí­simo».

Lo demás es historia. Marí­a interpretó el personaje de Doña Bárbara con tanto éxito que a partir de entonces la llamaron «La Doña». De a poco se transformó en un bello mito. Su personalidad y su rostro coparon la pantalla grande. Una legión de amigos muertos siempre la acompañaba y la protegí­a más que los vivos.

Envuelta en soledades, Marí­a Félix conocí­a la ficción que debí­a vivir para ser coherente con lo que pensaba sobre su trabajo, encumbrada en una irrealidad de la cual no querí­a descender: «La vida de una actriz es un sueño y, si no es sueño, no es nada».