Manifestación: derecho constitucional


La pugna entre las autoridades del Gobierno y de la Municipalidad de Guatemala por la regularización del horario para la movilización de transporte pesado dentro de la Ciudad Capital, ha traí­do nuevamente a colación el tema del derecho de manifestación.

Ricardo Marroquin
rmarroquin@lahora.com.gt

La Constitución Polí­tica de la República reza: «Los derechos de reunión y manifestación pública no pueden ser restringidos, disminuidos o coartados». Sin embargo, la tendencia actual de los sectores más conservadores es convertir a la movilización popular en un acto de «vandalismo» y «terrorismo».

Como en tiempos de la colonia, las autoridades de las diferentes instituciones del Estado han creí­do que las decisiones que afectan a la población pueden tomarse de manera unilateral, sin escuchar las opiniones de la ciudadaní­a, quien es al final de cuentas, la que decide a quien poner en los cargos públicos.

Las voces de los pilotos del transporte pesado fueron ignoradas por la comuna, y la prepotencia tomó su lugar al aplicar calificativos de «terroristas» a quienes exigí­an que escucharan sus propuestas.

Hace dos años, en el Congreso de la República se trató de impulsar una normativa que intentaba regular el derecho a manifestación, convirtiendo tal garantí­a constitucional en una mera concentración sin ningún tipo de repercusiones. Incluso, no faltó la opinión de una funcionaria de Gobierno sobre realizar protestas únicamente en dí­as de descanso.

A la ciudadaní­a guatemalteca cada vez se le encogen más los espacios de discusión y participación polí­tica, y el esfuerzo por convertir los derechos ciudadanos en un simple voto cada cuatro años ha dado buenos resultados.

Cuando varias comunidades rurales e indí­genas, apoyadas por organizaciones sociales, hicieron uso de normativas nacionales y tratados internacionales para referirse a las actividades mineras y la construcción de hidroeléctricas, las instituciones estatales rechazaron el esfuerzo y las actividades de las transnacionales continuaron.

Para los eternos funcionarios de las instituciones públicas, lo mejor serí­a que la población bajara la cabeza y aceptara cualquier acción sin ningún tipo de cuestionamiento.

Sin embargo, en varios paí­ses desarrollados con altos niveles de educación, las calles siguen siendo el escenario para hacer cumplir los derechos ciudadanos. Recordemos la movilización de la juventud francesa en el año 2005, cuando miles de hombres y mujeres lograron evitar la aprobación de una ley que poní­a varios obstáculos para conseguir el primer empleo.

Otro ejemplo también lo dieron los estudiantes chilenos, cuando salieron a las calles para exigir cambios en la educación, influenciada por la dictadura de Augusto Pinochet. «Que la juventud participe en manifestaciones nos demuestra que vamos avanzando en educación polí­tica. Además, nos recuerdan que hay cosas que debemos mejorar», aseguró la presidenta Michelle Bachelet.

Fuera de cualquier tipo de revanchismo entre las instituciones locales y gubernamentales, las acciones populares para levantar la voz siguen siendo legí­timas y legales. Cuando se cierran las puertas del diálogo, definitivamente, hay que buscar otros caminos.